martes, diciembre 09, 2008

Hace ya casi un par de años escribí esto para otro sitio. Como no he tenido nada bueno que decir últimamente, lo republico, con leves retoques.

...


Siempre he querido escribir un cuento. Bueno, más de uno. Pero para empezar, uno. Me sería muy complicado escribir dos para empezar, ya saben, la coordinación de mandril y esos problemas que aquejan al hombre moderno.
Más que ese dilema, mi conflicto con mi cuento siempre ha sido que cuando quiero escribirlo, es cuando menos inspirado estoy e inevitablemente termino escribiendo de otra cosa. Ejem... no, ahora no cuenta, por que no dije que fuera a escribirlo, si no que trataba de platicar como es que... bueno, ya, ya. Sí cuenta, ¿y qué? Me entenderán mejor ahora. En realidad solo me entenderá quienes no hayan escrito cuentos completos nunca, por que los que sí, pues que los rolen para leerlos, no sean avaros.

El viejo dejó de tocar el piano un momento, mantuvo su oído aguzado y las manos quietísimas, y escuchó cómo la planta cantaba. Se sintió más senil que nunca. Nunca creyó que las alucinaciones y las loqueras de las que tanto veía sufrir -o disfrutar- a sus amigos llegaran a alcanzarlo. "En verdad que no me dio tanta sabiduría la vida, si creía que yo me iba a salvar", pensó amargamente. Luego tuvo que dejar ese pensamiento por que recordar a sus amigos, siempre lo conducía a pensar en lo único seguro en la vida y eso lo deprimía. Y entonces también tuvo que dejar ese pensamiento por que la planta seguía cantando. Por alguna razón -el viejo no supo en ese momento cuál era, ni se puso a reflexionar en eso-, no le extrañaba demasiado que aquella planta cantara. Siempre había estado convencido de que aquel vegetal tenía cierto comportamiento musical. Por supuesto que el viejo sabía que la planta no bailaba o algo parecido, y haber esperado que lo hiciera hubiera puesto de manifiesto su total pérdida de cordura. Pero el viejo sí notaba que las hojas solían brotar con cierta armonía, las flores solían abrirse como si estuviesen siguiendo un compás. Muy frecuentemente, en días de fugaces miradas al balcón, los colores de toda la planta se mezclaban en su ojo y esa canción algo le recordaba. Por supuesto que él era el único en casa que notaba aquellos comportamientos musicales en el vegetal. Todos los demás siempre tenían demasiada prisa como para ver crecer una planta. El viejo tuvo que interrumpir de nuevo sus pensamientos por que esta vez la planta dejó de cantar. "No. No te detengas, plantita. Continúa cantando. Alégrame esta noche siquiera". La boca del viejo rozaba las puntas de las hojas. "¡Oh, ya sé! Déjame tocar para ti." El viejo estiró los dedos, enderezó la espalda y tecleó algunas alegres notas. La planta no se inmutó. El viejo empezó a entristecerse. Mantuvo sus ojos fijos en la planta, como si le reprochara algo, y dijo: "Ya me imagino. Te gusta más el blues ¿no?". Sin esperar respuesta alguna de la planta, pues obtenerla habría dado al traste con la frialdad que había logrado mantener hasta entonces, el viejo comenzó con la tristeza. "Algunos llaman a esto Tristeza, planta, pero yo no." El viejo no miraba al vegetal. Se concentraba en mantener la vista fija en la pared que tenía enfrente. "El Blues es el grito de liberación, pequeña amiga verde. Cuando terminemos te sentirás mejor, verás. Ain't no sunshine. Muy apropiada, me parece" El viejo volteó a ver a la planta en cuanto terminó de decir esto. Enseguida, comenzó a tocar. "Si no queremos que la canción se eche a perder, alguien debe comenzar a cantar en este momento", pensó el viejo. Y la planta lo hizo. Planta y viejo tocaron y cantaron, cada uno en lo que mejor sabía hacer, enlazando motivos, mezclando melodías, disfrutando las frecuencias.
La canción duró poco, pero había sido un inmejorable debut para un vegetal. ¡Nunca había sonreído tanto el viejo al tocar el piano! ¡Cuántas veces había acompañado a sus nietos mientras cantaban arias de ópera, baladas románticas, canciones bohemias y tantas otras, y qué vacías le parecían todas ellas ahora!
En aquel momento, sólo la planta, el blues y él tenían sentido. Sólo ellos tres. Por sobre cualquier cosa. No se detuvo a esperar los aplausos que sabía que no vendrían, ni se detuvo a dar las gracias, ni tampoco a elegir la siguiente canción, ni siquiera a disfrutar las menguantes vibraciones de la última nota. El viejo continuó con la primera melodía que sintió fluir desde su pecho hacia sus dedos. La canción le pedía movimiento, y el viejo le dio permiso. "Así es, plantita. Ahora sí la hiciste buena. Yo puedo seguir así toda la noche...", dijo mientras deslizaba sus manos entres el teclado. Y tenía razón. Se sentía más vivo que nunca. Tanto que por primera vez pensó en la muerte. Se sentía tan vivo que se dijo que si deseaba morir de alguna manera, ésta era. La planta cantaba con un sentimiento desgarrador. Varias veces el viejo estuvo a punto de detenerse por que no podía contener el llanto. Sólo lo hacía continuar la alegría que sabía que obtendría al final de cada canción. Ponía lo mejor de sí y de su música. Esta vez no sentía que acompañaba a alguien. Sentía que se complementaba y eso le llenaba más el corazón que el mejor cantante.
Viejo y planta hicieron música muchas horas. Con los ojos cerrados, el viejo se olvidó de cualquier otra cosa. Olvidó todas las pastillas que tenía que tomar, se olvidó que tenía que pagar el gas en la mañana, se olvidó que el doctor le había recomendado mínimo ocho horas de sueño (consejo que estaba rompiendo flagrantemente), se olvidó que la artritis solía castigarle los dedos después de menos de una hora de tocar (por que esta vez no sucedió), se olvidó que existían muchos más géneros de música, se olvidó para qué existía la música. Olvidó a sus hijos y a sus nietos, olvidó a sus padres, olvidó todos los acontecimientos que aún guardaba de su vida, olvidó el olor del chocolate y el del café, olvidó los colores del mar y del cielo, olvidó cómo se sentían los besos y también cómo se sentía ser amado. Se olvidó de los animales, se olvidó de las estrellas, se olvidó de Dios y entonces, se quedó dormido.
A la mañana siguiente, cuando la hija mayor del viejo bajó a prepararse una tostada con mantequilla, encontró a su padre muerto en la sala de piano, sentado y con el cuerpo recargado sobre el instrumento. No parecía que hubiese sufrido, más bien parecía descansar. Lo que más le extraño a la hija del viejo fue descubrir algo que nunca había visto antes en la casa. En el alféizar ventana más cercana al piano, iluminada por los primeros rayos del sol, se encontraba una planta. La mujer no supo identificarla por más que rebuscó en su memoria, pero supo que aunque revisara libros y libros de botánica con muchas fotos ilustrativas tampoco la encontraría. Sencillamente no lo haría, por que la planta estaba completamente seca y muerta.

domingo, septiembre 21, 2008

Las palabras vacías

Hace poco terminamos de montar La Cantante Calva de Ionesco. Es una obra que me gustó mucho, no sólo por la locuacidad que Marco nos permitió imprimirle, sino por el mensaje que la obra transmite. En esencia, la Cantante Calva es una gran crítica al lenguaje. Pero no al lenguaje como herramienta para comunicarnos, sino al lenguaje como rutina, al lenguaje vacío. Después de ensayarla algunas veces, y de reflexionar sobre la obra, me puse a observar cuánto lenguaje vacío uso y me sorprendió encontrar que es mucho más de lo que pensaba. Al caminar por los pasillos de la facultad y encontrar a algún conocido siempre se reproduce la misma plática: "¿Qué onda?", "Hey", "¿Cómo estás?", "Bien ¿y tú?", "Bien, también. Corriendo", "Sí, ¿verdad?", "Hey...", "Bueno. Ahí nos vemos", "Sale, bye". Y al final, ¿qué nos dijimos? Nada, absolutamente nada. Bien podríamos haber intercambiado las frases por números al azar, y la conversación habría valido para lo mismo. Siempre es cuestión de un "A" seguido de un "B" que precede a un "C" y así, así, así. ¿Cuándo tiene un "'¿cómo estás" verdadero valor? Pocas veces de verdad estamos interesados en el estado anímico de las personas a quienes a diestra y siniestra les soltamos un "¿cómo estás'". Y lo que es peor. En menos ocasiones, nuestros interlocutores nos responden con sinceridad. Un "bien, gracias" es la mejor salida. Pero no estamos diciendo nada. Este tipo de conversaciones se han convertido en nada más que un ritual. Un ritual con tan poco sentido como cualquier otra convención social. Conozco a pocas personas que le impriman verdadera intención a sus "¿cómo estás?". Se nota cuando hay un tono de real curiosidad, preocupación o simple atención y eso siempre es grato de oír. Para ellas reservo mis verdaderas respuestas.

jueves, mayo 22, 2008

Lo único constante.

"Well, my mind is goin' through so many changes
I'm goin' right out of my mind
Every time ya see me goin' somewhere
I could commit a big ole crime, yeah"

Buddy Miles, Changes


Hay quien dice que la vida es un viaje.
Yo me pregunto: ¿será un viaje interno? ¿O la vida se trata sólo de ver pasar las cosas por la ventanilla? A veces pienso que toda esta metáfora del viaje se refiere a un constante cambio y crecimiento. Todos envejecemos. Sí. Pero no todos nos hacemos más sabios. Un viaje de sabiduría. ¿Será eso lo que quiere decir? ¿Que debemos mantenernos constantemente experimentando, comprendiendo, aceptando y al final, aprendiendo?
No sabría decirlo, pero en esa interpretación hay algo que me gusta.
Como dicen Jorge Drexler, Lavoisier, y la primera ley de la temodinámica, todo se transforma. Nunca, jamás, nada se mantendrá quieto. Todo cambia. Todo termina. Y luego, todo empieza. Esa es la única regla.
Pero luego, estamos nosotros. Pequeños pedazos de nostalgia que intentan aferrarse con todas las garras y dientes al pasado, a lo fijo, a lo estático. Porque eso hacemos. Aborrecemos el cambio. Desde una nueva secundaria hasta el fin de una relación amorosa, todo cambio nos parece aterrorizante.
Somos momentos congelados en un mundo de cambio vertiginoso. Por eso, no importa si nosotros no queremos viajar. Vamos a hacerlo. Y entonces, el verdadero viaje empieza cuando nos damos cuenta que, hey, yo también puedo cambiar.
Y los cambios, no son ni buenos ni malos. Solo son eso. Cambios.
Cambios.

sábado, abril 05, 2008

Dormir frente al volante.

¿Escuchas la radio? Suena como a esas canciones que solíamos cantar en verano. ¿No las recuerdas? Con una radio a pilas, caminábamos por el lindero del río y nos divertíamos de lo lindo. Cantábamos y cantábamos sintiéndonos grandes artistas. Esperábamos que los peces nos aplaudieran al final de cada canción. Creíamos que las luciérnagas iluminaban para nuestro acto. Y al final, camino a casa, nos agarrábamos de la mano para no tropezar con las piedras del camino. Cada una más curva que la otra, se proyectaban sobre sí mismas y nos divertíamos viendo como flotaban alrededor nuestro. Intentábamos tocarlas, pero el cielo caía sobre nosotros. Todas las ranas croaban la Quinta de Beethoven, y los mosquitos nos picaban los ojos y la lengua. Yo, asustado, te agarraba fuertemente la mano y corría hacia la pradera, ayudado por los cuervos. Tú flotabas metódicamente y te dejabas descansar al borde de la lluvia. Cuando creía que la matrona nos alcanzaría, gritaba a todo pulmón. "¡Sea pues, ingrata! Déjame sentir el cielo de tus zapatos. Déjame entender el porqué de tus corazones. Aligérame el tiempo, o intenta ahuyentar al intrincado..."
-¡Hermano, tienes el alto!
Pisé los frenos apenas a tiempo. Nos detuvimos a escasos centímetros del auto de enfrente. Mi respiración era agitada.
-¿Vienes durmiéndote verdad?
-Pues... un poco -admití-. Pero soñe algo grandioso. ¿Quieres que te lo cuente?
-No seas zonzo. Vamos muy tarde y por poco nos matas. Concéntrate en manejar, mejor.
-Sea pues.
Todo ese día, me quedé con ganas de escuchar la radio.

miércoles, abril 02, 2008

Disección. (Un cuento).

Llegué un poco nervioso al laboratorio, cargando con los ejemplares en una mano y todo el equipo de disección en la otra. No había caído en cuenta de lo agitado que estaba hasta que traté de sacar la llave de la puerta del laboratorio de la caja de herramientas: todo mi cuerpo temblaba, y la búsqueda de la llave se tornó una tarea titánica. Para mi desgracia, mientras buscaba la llave se me ocurrió echarle un vistazo a los ejemplares, un par de animales. Me conmovió mucho encontrarles muy quietos en un rincón de la caja de confinamiento. Parecían dormidos, pero tenían los ojos muy abiertos. Estaban mirándome. Estuve a punto de decirles algo, pero recordé que no debía tomarles cariño. Eso sólo me iba a hacer sentir peor. Además, yo sabía bien que no podían entenderme.

Al fin, entré al laboratorio. Entre las mesas del fondo, mi tutor ya estaba colocando el equipo. Limpiaba los frascos y las charolas con mucho detenimiento. Siempre llegaba temprano, muy temprano; yo siempre creí que solía quedarse a dormir allí. Pensé que no había notado mi entrada hasta que me saludó con un gesto de la mano. Después de corresponder su saludo, mi tutor notó que estaba nervioso y trató de tranquilizarme. Según él, siempre es difícil la primera vez que uno hace disección. Yo estaba seguro de que nunca iba a acostumbrarme. Sin embargo, para eso estaba yo allí. Para eso había viajado tanto tiempo, así que traté de no pensar mucho en ello y me dispuse a empezar.

Coloqué la caja de confinamiento que contenía a los ejemplares sobre la mesa y el equipo de disección a su lado. Abrí el estuche del equipo y en cuanto los animales vieron lo que había adentro, comenzaron a moverse agitadamente dentro su caja. Hacían muchos sonidos extraños, y yo no pude más que quedarme observándolos. No sabíamos a ciencia cierta si eran de sexos diferentes, (para eso, entre otras cosas, íbamos a abrirlos), pero yo tenía la sospecha de que eran una pareja, pues en todo el viaje no dejaron de acurrucarse mutuamente, buscando alguna especie de resguardo. Siguieron emitiendo sonidos extraños por un rato, hasta que uno de ellos comenzó a embestir contra las paredes de la caja. Me quedó claro que quería escapar, y no pude evitar sentir lástima por él. Le pregunté a mi tutor si era necesario matarles y me dijo que podía no hacerlo si así lo prefería, pero que los animales iban a sufrir mucho más si los abríamos vivos. Su sarcasmo sólo logró mellar más en mi ánimo. Mientras el pequeño ejemplar continuaba lanzándose contra las paredes de la caja, le dirigí una mirada de desconsuelo a mi superior y le informé que esperaba sus instrucciones.

Con mucha seguridad, mi tutor removió la tapa de la caja de confinamiento con una mano y dirigió la otra hacia el ejemplar que embestía contra las paredes de la caja. No logró atraparlo al primer intento. El animal se movía sorprendentemente rápido y logró escabullirse de la mano de mi tutor en varias ocasiones. Al observar esto, el segundo animal comenzó a emitir chillidos agudísimos, que resonaban en todo el laboratorio. Al final, la experiencia de mi tutor se impuso sobre el instinto de supervivencia del ejemplar. Lo sostuvo firmemente con una mano y con la otra cerró la caja, ahogando así los chillidos del otro animal, que cada vez eran más fuertes. Mi tutor me indicó que observara bien como lo hacía, pero yo no dejaba de escuchar el eco de los chillidos del otro ejemplar. No pude concentrarme en seguir los pasos que se supone que debía aprender y cuando menos me di cuenta, el animal ya estaba muerto entre las manos de mi superior. Colgaba fláccidamente de sus dedos, y mi tutor aprovechó esa condición para mostrarme con libertad algunas de las características del pequeño animal. Me hizo notar que llevaban una especie de segunda piel, de la cual podían ser liberados fácilmente. Una vez expuestos, su sexo se hacía evidente. El ejemplar elegido era un macho, lo cual enseguida me hizo pensar que el de la caja era la hembra. Mi tutor me preguntó si ya me había dado cuenta de lo parecido que eran sus extremidades a las nuestras. Él, pese a su experiencia como investigador, seguía sorprendiéndose. Yo había recibido muchas lecciones ya sobre eso. Estaba preparado para verlo, así que no me pareció especialmente sorprendente. Lo que sí me asombró fue lo fácil que resultó quitarle la vida al pobre animal. Y aún así, no tuve mucho tiempo para asombrarme, pues mi turno para hacer lo propio con la hembra llegó enseguida. Los momentos temidos siempre tardan poco en llegar.

Respiré profundamente, y sabiendo que de mi aprovechamiento en aquella disección dependía mi estancia en el campo, me decidí a hacerlo bien, pese al conflicto que me provocaba. Sin mirar al animal a los ojos, abrí la caja de confinamiento y lancé mi mano contra ella. No opuso resistencia, lo cual le agradecí profundamente. En cambio, parecía como si estuviese dispuesta a aceptar su destino. Ya no estaba chillando, ya no temblaba; sólo escondía la cabeza entre las manos y se agitaba de vez en cuando. En cuanto la alcé del suelo de la caja, la hembra levantó la cabeza y me miró a los ojos. Me di cuenta de que sabía, no sé cómo diablos, que yo iba a matarla. Le hablé. Le dije que me perdonara, que era por el bien de la ciencia, que su muerte nos iba a ayudar a entenderlos y que quizá eso, con el tiempo, nos permitiría ayudarlos a vivir mejor. Noté en sus ojos incredulidad, así que mejor me callé. Esto me hizo pensar mucho. ¿Cómo puede un animal saber que va a morir? Y lo que es peor, ¿qué tiene que pasar por su mente para que decida aceptar su destino de muerte? En ese momento no pude entenderlo; la iluminación me llegaría algún tiempo después.

Juntando todo el valor que me quedaba, tomé el cuello de la hembra con mi mano libre y sujeté su cuerpo entero con la otra. Traté de recordar cómo lo había hecho mi tutor, pero no le había puesto la suficiente atención. Me recriminé ese hecho; lo que menos quería era hacerla sufrir. Recé para elegir el método adecuado. Jalé su cabeza en una dirección y su cuerpo en la dirección opuesta. Desafortunadamente, no había sujetado su cabeza con la firmeza suficiente y se me escurrió entre los dedos al primer jalón. Ahí ella comenzó a chillar. Ya no eran sonidos de miedo, eran de dolor. Supe que la había lastimado, y por poco decidí claudicar. Sin embargo, ya había ido demasiado lejos y era mi deber terminar. (¿Qué más podía hacer? ¿Liberarla con el cuello roto?). Volví a sujetar su cabeza, mas esta vez hice demasiada presión sobre su cuerpo, y enseguida sentí como sus líquidos internos mojaban mi mano. Me sentí como un criminal. Sus pequeñas manecitas empujaban mis dedos tratando de liberar su cabeza. Con una tristeza abrumadora, jalé con fuerza en direcciones opuestas y escuché un leve tronido. De inmediato sentí como todo su cuerpo se relajaba. Debo decir que eso me trajo un gran alivio. Coloqué su cuerpo sobre la charola junto a su compañero. Me limpié los ojos y las manos con un paño y miré a mi tutor. Él me devolvió la mirada con un gesto de afirmación. No lo había hecho muy bien, pero lo había hecho. Ya sólo restaba diseccionarlos.

No hay nada dentro de ellos que se parezca a algo nuestro. Sólo el exterior es similar, y esto me lo hizo notar mi tutor repetidamente a lo largo de la disección. Aquella semejanza exterior mezclada con la gran diferencia interior no es un hecho tan raro si se le mira bien. A final de cuentas, somos de ambientes muy distintos, pero somos muy parecidos en nuestros comportamientos. Ambos vivimos en sociedades muy complejas. Apenas estamos empezando a comprender la suya. Y aunque nos parezcamos tanto en eso, las diferencias sí que son significativas. Empezando por nuestro tamaño varias veces mayor, puedo enumerar las diferencias relevantes casi por cientos. Pese a todo, hubo algo en ellos, especialmente en aquella hembra, que no me permitió descansar por mucho, mucho tiempo.

En el viaje de regreso, mientras miraba las estrellas desde mi camarote, me prometí algo: aunque volviera a su planeta, nunca volvería a diseccionar seres humanos. Aquellos ojos tan diabólicamente expresivos me siguen persiguiendo hasta hoy. Si algún día alguien me pregunta qué es lo más interesante en la comparación entre los seres humanos y nosotros, no hablaré de nuestra mutua inteligencia desarrollada ni de nuestras extremidades casi idénticas, sino de la sencillez con la cual pudimos comunicarnos con sólo mirarnos a los ojos. Aquella hembra sabía que yo iba a matarla. Y sólo después de mucho pensarlo entendí porque no se resistió: aquella humana ya había hecho con otros animales lo mismo que yo hice con ella. Estoy seguro de que nos vio como a una especie de cobradores. Por la manera en que me miró, pude saber que se sentía culpable y que quería pagar su deuda. Lo que en realidad hice ese día en el laboratorio fue matar a un igual. Diseccioné a un científico. Le analicé parte por parte. Y ahora, la pregunta que verdaderamente me inquieta es: ¿algún día vendrá alguien a diseccionarme a mí?

martes, enero 08, 2008

La luz azul.

Cuando veo llover, me invade la melancolía. Pero cuando veo lo rápido que pasan las vacaciones, me invade una sensación de desesperación tan intensa que no puedo evitar entregarme a un frenesí de, quién lo hubiera dicho, inactividad.
Con tantas cosas por hacer, tantos libros por leer, tantas películas por ver, tantos dibujos por trazar, tantos melodías por tocar, tantas fotos por tomar, y heme aquí, al inicio de la segunda semana del año, no haciendo otra cosa más que borrarme la raya frente a la computadora.
Pero bien, ¿por qué pasa esto? Me gustaría saberlo.
En Xico, el tiempo es discontinuo. Estuve allá una semana y sólo logro recordar dos acontecimientos: una boda y la nochebuena. Sin embargo, estoy convencido de que pasaron más cosas. Pero, repito, el transcurrir del tiempo fluye a saltos, como en un dvd rayado. O como en los recuerdos. Quizá sea por eso que rememoro así mi viaje a Xico: porque está en mis recuerdos. Como sea, empiezo a pensar que el tiempo en las vacaciones se comporta de la misma manera, esté uno en la ciudad o en el campo o en un bote de remos. Uno no lo ve venir. De repente, me encuentro haciendo planes para un día ¡en el cual ya estoy! O prometiéndome que no pasará de la primera semana sin que arregle mi cuarto, y vaya, estoy sufriendo para mover el mouse por que hay una colección de conchas de mar en mi escritorio. Pero como sea, cuando uno comienza a prometerse cosas, es que se siente culpable consigo mismo, y yo no me siento culpable, lo soy; así que dejaré de prometerme y comenzaré a activarme para así verter aquí mis aventuras resultantes. Por ahora me retiro, pues la luz azul del Wii me está llamando.
¡Salud!


P.D. Quizá las nimiedades tan poco importantes en la vida, como los videojuegos, son la verdadera razón de las deformaciones espacio-temporales. Quizá, pero creo que nunca lo sabremos.

miércoles, enero 02, 2008

Me gustaría un año que empezara en abril. O en junio. O uno que nunca terminara. ¿Cómo sería vivir en el día 733055? O mejor aún, ¿cómo sería en el día 3652501? ¿Cómo sería vivir en un tiempo continuo, sin opción a iniciar de nuevo las cosas, sin opción a prometerse que el siguiente año será mejor? Es como si cada año nuevo fuera un botón de reset, con el cual se nos otorga la oportunidad de iniciar todo de nuevo. O eso es lo que nos gusta pensar, aunque no sea cierto. ¿Por qué no podemos empezar todo de nuevo cada verano?
Un día alguien llegó y dijo: "Este es el primer día del año, celébrenlo." Y todos lo celebramos. Pero cada año nuevo llega en diferentes momentos para cada uno. Si el primero de enero es el momento de volver a empezar, ¿por qué no tener primeros de enero cada vez que sea necesario?

Blog de Evolución de la UNAM