domingo, septiembre 12, 2010

Los bichos en la cortina

Hace algunos días (me encanta mi precisión científica), noté que en la cortina de mi ventana estaban adheridas una bolitas amarillas arregladas como los hoyitos de un panal. Las desprendí de la cortina y las puse sobre una tarjeta blanca, la cual coloqué encima de mi mesa. Decidí que averiguaría a qué tipo de animal pertenecían, así que las cubrí con una tapa de plástico de una pila de discos vírgenes.

Así se estuvieron varios días; el único cambio que se notó en ellas fue que comenzaron a hacerse más oscuras, hasta que fue evidente que pequeños puntos negros en su interior aumentaban de tamaño día con día.

Ayer en la noche, nacieron los pequeños. No sé a ciencia cierta qué son, ni quiero aventurarme a adivinar por ahora (por temor a que mi profesor de Artrópodos lea esto y se decepcione de la baja calidad de mi atención en clase). Lo único que hice fue divertirme tomándoles fotos de bebé que después usaré para avergonzarlos cuando sus amigos nos visiten en la casa.

Eran 14 huevos originalmente, pero uno nunca se decidió a nacer. Ahora vive en el limbo de los insectos, lugar que nunca fue borrado por el Papa de los insectos (bien hecho, papa):
Hay nueve que son muy buenos amigos:
Uno que duerme por desconsuelo:
Otro que sólo contempla el mundo:

Éste se la pasa bomba boca arriba:
Y uno que no se quedó quieto durante la sesión de fotos. A éste le puse Roberto.
Corre, Roberto:

Cuando crezcan lo suficiente, los dejaré partir con todo el dolor de mi páncreas. Pero estaré feliz porque sabré que vivirán sus vidas realizados y exitosos en el árbol de la esquina.

jueves, agosto 05, 2010

Confío plenamente en estos puños.

¿Qué más puede pedir un hombre?

Llegar a la cima. Caminar hasta donde los pies aguanten. Dejar exhausto el cuerpo, tan exhausto que se libraría del último aliento de vida y mezquindad. Demostrar que la vida es más que sangre, sudor y chingas. Que también puede ser coraje, inmortalidad e ingenuidad.

Caminar por las calles de mi pueblo nunca me pareció tan purificador. El viejo zaguán de mi casa siempre está al final de la misma calle, pero ya no le tengo miedo. Pronto dirigiré mis pasos de nuevo hacia allá, para volver definitivamente con mi madre, cuando ella llegue. La gente me saluda en las banquetas, me da la mano en los umbrales, me recibe en sus casas y me invita a comer mi comida favorita. Todos hablan de mi último logro, pero yo no puedo hablar nada con ellos. Sólo atino a asentir lentamente, tratando de comprender y sopesar sus palabras hasta el fondo.

A veces me acerco a la puerta de mi casa de la infancia. Estiro la mano para abrirla. Pero traigo puestos los guantes negros, y me es imposible asir nada. Viene una brisa fuerte de olvido, que me eriza los vellos del cuerpo, pues no visto nada más que los pantalones cortos rojos, más rojos que nunca. No derramo lágrimas porque yo nunca lloro.

En otros tiempos soñaba que volvería a mi pueblo con una gran bolsa de dinero para pagar las cuentas, portando en el vientre el cinturón de campeón, guiando a un séquito de admiradores, críticos y muchachos novatos y entusiastas hacia mi casa, para mostrarles que desde el principio sabía lo lejos que llegaría. Soñaba que podría venir a retirarme, lejos de las cicatrices, el juego sucio, los golpes que te tiran a la lona. Que volvería para criar mis cerdos, verlos crecer, bautizarlos "Parnassus", "Roble", "Oso", "Chucho". Con el dinero de las veladas, construiría una casita en los bordes de mi granja, para vivir ahí con Anita. Confiaba plenamente en estos puños.

Nunca el sonido de la lluvia ha sido más fuerte que ahora. Me sigue molestando esta punzada en las costillas. No salió con el masaje. No salió con el combate. No salió con los golpes, con los besos, con el llanto, con la sangre. ¿Tendrá Don Ángel la misma punzada? Si él pudo arreglar otras cosas, ¿por qué no pudo arreglar esta derrota, la definitiva? Sigo esperando a que me diga qué hacer, pues es el es mi manger.

Y estos puños, esta cara con cicatrices, estos pies cansados y callosos siguen esperando a que yo les diga qué otros cuerpos abatir. Pero ésta fue mi última oportunidad.

Mi última oportunidad.

¿Algo más puede pedir un hombre?


(Inspirado en la obra de teatro "Esta noche, Gran Velada" de Fermín Cabal)

viernes, julio 16, 2010

Las paredes sangran (II)

En algún momento de los pasados meses, a un inquilino cualquiera se le olvidó cerrar la llave de paso, un tipo de llave de la cual yo no tenía noticia de su existencia hasta que por su maravillosa idea de quedarse abierta mientras nadie ocupaba el departamento de arriba causó la inundación más grande que un hogar de dos recámaras haya visto, con filtraciones hacia los departamentos de abajo, tan lejanos como cuatro pisos hacia el fondo, y tan inocentes como alguien que recibe por broma una cubetada de agua al abrir la puerta de su oficina.

Pero no sólo se culpa a la llave de paso; también se culpa a la altísima presión del edificio que, preocupada por abastecer tantos departamentos y tan superiores, quiebra a la menor provocación los tubos de aluminio barato que conducen el agua hacia las llaves del lavabo del baño. Rompe los tubos y hace que el agua brote por la fisura como en un dique de presa que se agrieta. El chorro azota contra el suelo del baño, sin que ningún desagüe pueda controlarlo, y poco a poco va convirtiendo el piso del baño, de la recámara principal, de la recámara pequeña, de la sala-comedor y del recibidor en un parque acuático en miniatura. Sólo que sin toboganes ni risas de niños.

Sin muebles que humedecer, en un departamento totalmente vacío, la alberca se aburre. Pronto comienza a sublimarse con el afán de conquistar los vidrios de las ventanas. Pero al fin descubre su verdadera vocación: trasminarse. Luego de dos horas de fluir a borbotones desde un tubo roto, si yo fuera agua también me trasminaría. ¿Quién puede culparla?

Aunque eso no pondría muy contentos a mis papás, como no los puso contentos que, en efecto, el agua del parque de diversiones del piso de arriba llegara sin avisar, como pariente indeseado, a instalarse en su propio piso con intenciones de fundar una franquicia de parque temático. Pero qué gana uno con enojarse. Al final, sólo hay que hacerle ver al invitado que no es bienvenido, y pronto terminará por partir él solito. Y también es buena idea averiguar por qué abandonó su casa en primer lugar. Y nada mejor para eso que observando de primera mano.

Comunicación a gritos entre los vecinos, excursiones relámpago a los pisos de arriba, corroboraciones con la administradora y el conserje del edificio, todo para confirmar que el agua no era agente del mal, sino que sólo busca alguien que la comprendiera y la quisiera. Si el vecino de arriba, negligente, la abandona a su propia suerte, ¿qué le queda sino buscar compañías mas gratas?

En algún momento de la noche, a algún vecino se le ocurrió que el conserje cerrara la llave de paso general, un tipo de llave de la cual yo no tenía noticia de su existencia hasta que por su maravillosa idea de quedarse cerrada impidió que el Acuamundo del piso de arriba siguiera creciendo. Ahora bien, la llave de la puerta del departamento de arriba, hogar de líquida diversión, es un tipo de llave de la cual yo sí tenía idea de su existencia, pero al conocer su paradero preferí no haberlo sabido. ¿Por qué una llave de puerta vive con su dueño en Acapulco si la cerradura que abre está a cuatro horas de distancia? Es un misterio que quizá jamás se resuelva. En vez de sentarnos a reflexionar sobre ése y otros grandes misterios de la vida en condominio, los vecinos bajo Tepetongo preferimos salir a buscar a un profesional más prágmatico, que resolviera los misterios de las llaves y las cerraduras como Alejandro resolvió el nudo gordiano. Lástima que a media noche sólo los gatos son pardos, y todas las cerrajerías están cerradas. Y mientras yo y mi vecino de enfrente regresábamos derrotados a seguir lidiando con la conversión de nuestros departamentos en grutas de escorrentía, mis padres intentaban hacer amainar la lluvia interna en su departamento, que les humedecía corazones y pisos de parquet, que les abombaba el techo y lo hacía parecer cutis de adolescente, con granos reventándose incluidos, que encontraba formas de fluir más inconspicuas que una vulgar gotera, colándose entre las grietas internas de los muros y surgiendo inesperadamente y en cualquier lugar de su superficie en forma de un llanto más convincente que los de las novelas del dos.

Lo único que nos detuvo de tirar abajo la puerta de Acuamundo no fue el temor a una demanda por allanamiento, sino el recordar que todas las puertas de Tlatelolco están reforzadas con vigas de acero. En vista de la escasez de opciones, hicimos de tripas corazón y comenzamos a buscar más trapos, más recipientes, más cubetas y más ánimos, que a las dos de la mañana ya comenzaban a escasear.

Lo que, en cambio, no comenzó a escasear a esas horas fueron las goteras y los escurrimientos. Cada media hora descubríamos una nueva, que avisaba de su (mal)venida formando charquitos en el interior del techo en forma de media esfera. Luego de cuatro o cinco charquitos, uno reventaba y liberaba la presión de los demás; pero no podías confiarte de ellos. A la media hora, cualquiera de los otros podía reventar. Así, esquivando las gotas para después interceptarlas en vasos de plástico y topers poco usados, tuvimos que remover de su sitio la vitrina del comedor (aún más), las macetas de la esquina de la sala (cuya visita por las goteras se me ocurrió era una buena idea para regarlas, pero luego de observar incrédulo que las gotas salpican al tocar el suelo, no quise imaginarme lo manchado que habrían dejado los sillones de haber salpicado con un poquito de tierra macetera), el librerote del pasillo (repito, librerote), los cuadros de cuatro paredes, la televisión de pantalla plana empotrada en la pared (fue la primera en caer), el tocador de mi mamá y las el trío de mesitas del recibidor.

Lo malo de tener libreros demasiado altos es que no te das cuenta cuando las goteras están rellenando tus libros, veacheses y devedés con agua color marrón. Luego de un arduo proceso de deducción, concluímos que el escurrimiento bajo dichos libreros no podía sólo surgir de la pared, de modo que actuamos lo más intrépidamente posible para salvar la colección audiovisual que alojaban. No fue demasiado tarde, pero tampoco demasiado temprano, y de ello pueden dar cuenta Mozart, Russell Crowe, el tiranosaurio de Jurassic park, Fats Domino y Compay Segundo, cuyos rostros quedaron deformados por la temible combinación de agua y tinta. Luego del rescate de la colección, tuve hambre. Y sueño. Y ya todo es borroso ahora.

Sólo sé que 12 horas después, 12 horas llenas de jergas exprimidas con manos callosas, de innumerables levantadas y agachadas al suelo, de interminables maldiciones para el vecino de arriba, de esperanzas renovadas cuando veíamos que una gotera cedía, que luego eran rotas cuando veíamos aparecer una nueva en el otro extremo del departamento, luego de 12 horas cuya mitad pasó entre pestañeos, resbalones e idas y venidas, al fin el cerrajero de planta del edificio abrió el departamento culpable de tantas desgracias líquidas.

Entramos, y era justo como lo habíamos soñado. Puertas de nogal, acabados de lujo, charcos de cinco centímetros en la sala y las recámaras, humedad que supuraba por las paredes, todos los servicios, tuberías rotas. ¡Ajá! Al ver el estado del lugar, más de cuatro manos vecinas se unieron para levantar el agua del piso. Pero luego de tanto tiempo, el daño ya estaba hecho. Las filtraciones, originadas desde el quinto piso, habían llegado hasta el primero. Nuestras paredes habían sangrado toda la noche, y ahora estaban mudando de piel.

¿Cuánto tarda en secarse el concreto? ¿Cuánto tarda si absorbió agua cual esponja en el fondo del mar? ¿Cuánto tarda si al pegar el oído al muro y darle ligeros golpecitos se escucha el retumbar del líquido como en una panza que acaba de tomar mucha cerveza? Lo sabremos en unos días.

Mientras tanto, me he dado cuenta de que las paredes sangrantes son mucho más terroríficas si eres tú quien tiene que paliar su sangrado; especialmente si eres tú (o tus padres) quienes tienen que pagar el tratamiento.

sábado, julio 10, 2010

Las paredes sangran (I)

Llegaba yo de un tortuoso viaje en metro, lento hasta sus límites más inhumanos por causa de esta inesperada lluvia de verano, cuando me topé con que en el cubo de las escaleras de mi
edificio chorreaban cantidades insanas de agua. Me dije, ah, caray, ¿a poco ha estado tan fuerte la lluvia?, mientras subía por la escalera con mucho tiento, cuidando de que mis zapatos no fueran a perder fricción por la corriente que bajaba los escalones. Esquivaba con pequeños saltos y quiebres elviescos de cadera los chorros sorpresivos de agua que descendían desde los bordes del rellano superior.

Empecé a calcular. Una cantidad tan incontrolable de agua sólo podía haberse colado al edificio a través de un boquete en el techo más grande que el financiero del año pasado. Qué raro, me dije. Cuando llegué al tercer piso, la señora del departamento de enfrente barría los charcos de agua acumulados en su lado de la entrada, empujándolos hacia el borde de los escalones. ¿Esto es por la lluvia?, pregunté. Ya se inundó tu casa, Rogelio. La voz de mi vecino de enfrente, nieto de la señora que barría, me vino como si uno de los chorros me cayera justo entre la espalda y la camisa. Volteé a verlo con aprensión, las palabras contenidas. Luego, se echó a reír. ¡¿Cómo crees?!, se carcajeaba, Hubieras visto tu cara. Yo no atiné más que a hacer un chasquido con la boca. ¿Ya se enteraron?, le preguntó su abuela. Sí, es uno de los departamentos de arriba. Han de haber dejado una llave abierta o algo. ¿Entonces sí es una fuga?, pregunté, incrédulo. Debe de estar terrible...

Entré a mi departamento un poco consternado. Encontré a mi hermana viendo televisión en la sala.

¿No se ha metido agua a la casa?

No, creo que no.

Bueno, voy arriba a ver cómo están mis papás.

Bueno.

Volví a salir al rellano de las escaleras. La señora de enfrente seguía barriendo el agua hacia las escaleras. Las cascadas seguían bajando desparpajadamente. Sólo una vez, días después, vi tanta agua derramada a causa de las lluvias, cuando un niño de unos cuatro años se cayó de su triciclo por un resbalón que dio en un charco, y lloró lo que me pareció el tiempo suficiente para regar enteras las Islas de de CU; lástima que no lo suficiente para que yo no lamentara dejar de haberlo subido a Youtube.

Subí los peldaños de dos en dos. Encontré la puerta del departamento de mis papás abierta de par en par. La vitrina de la sala estaba fuera de lugar, en un ángulo de 45 grados repecto a la pared donde antes se recargaba. Mi mamá iba y venía de la cocina con trapos, jergas, escoba y trapeador. Estaba muy apurada. Casi no volteó a verme cuando entré. ¿Se metió el agua hasta acá, ma? No, lo peor es la recámara, me contestó apresurada. Quién sabe de dónde se está metiendo.

Changos, es demasiado para tres días, pensé. Dos días antes había subido a su departamento para encontrarme una escena similar, la vitrina movida y todo. Alguna mala instalación de la tubería del lavabo de la cocina --de la cual me confieso en mucha parte culpable-- había provocado un encharcamiento en el piso de la cocina, que también amenazaba con colarse hasta el tuétano de las maderitas que conforman el piso de parquet de todo lo que no es la cocina (o el baño). Esa vez mi mamá también se movía apresuradamente entre la cocina y la sala. Mi papá tenía la cabeza metida debajo del lavabo, y maldecía de vez en cuando.

Esta vez, claro, yo esperaba encontrar una escena similar, pero no había rastros de mi padre en la cocina. Así que me colé hasta el fondo del departamento, murmurando qués y cómos en respuesta a la afirmación de mi mamá. Al llegar a la recámara, no vi a mi papá de inmediato. Luego de unos segundos, lo encontré en la misma posición que hacía dos días, pero esta vez al lado de la cama. Extrañado, traté de confirmarme que en las recámaras comúnmente no se instalan lavaderos, a menos que uno sea una especie de sha cuyos hábitos de higiene le impiden tocar las perillas para salir de su cuarto a lavarse las manos luego de una sesión de discusión de problemas de estado con todas sus concubinas. Esos deben usar lavabos de mármol, claro, con una de las llaves de los grifos en forma de grifo y la otra en forma de león marino. Me pregunté cuántas cosas habían cambiado en la casa de mis papás desde la última vez. No podía ser mucho, recordé, si la última vez había sido ese día en la mañana.

Después de todo, por supuesto, no hubo lavabo en la recámara. Mi papá estaba agachado entre palanganas a medio llenar de agua gris y trapos húmedos extendidos en el suelo. Frotaba una jerga en el suelo justo donde se une con la pared de la puerta. Me le quede viendo, tratando de descifrar lo que habría pasado. Di una rápida ojeada a su clóset, otra a la pared frente a mí y otra a la pared de la ventana. Pero no se veía nada raro.

¿De dónde está saliendo el agua?, aventuré.

Eso me gustaría saber. Creo que de aquí.

Me volteé para ver mejor la pared de la puerta. Desde el techo escurrían delgados caminos de agua, que sólo eran visibles al reflejarse la luz en ellos. Mi papá trataba de capturar el agua escurrida dentro de los trapos. Luego los exprimía en las palanganas. Me llevé una mano a la cabeza, algo que hago cuando no sé qué hacer o qué pensar. Hice una mueca de consternación y duda al mismo tiempo.

Las paredes lloran, pensé.

Uy, y encima, es la pared de la tele.

martes, junio 15, 2010

notas históricas pseudo-verdaderas

"El italiano Francesco Petrarca (1304-1374) fue un gran estudioso y admirador de los autores clásicos grecolatinos, por lo que es considerado como uno de los primeros humanistas y precursor del Renacimiento. No es de extrañar por eso que escribiera en latín algunas de sus obras. Sin embargo, la fama de Petrarca se debe a su poesía en italiano: "Triunfi" ("Los triunfos"), poema alegórico a la manera de Dante, y "Canzoniere"("Cancionero"). Este último está compuesto de 300 sonetos y 49 composiciones varias (canciones, baladas y madrigales). El tema central del libro es su amor -no correspondido- por Laura. Ésta ya no es sólo la "donna angelicata" de Danre, sino una mujer real, aunque idealizada, primero por la lejanía y la imposibilidad de alcanzarla, y después por la muerte; una mujer que despierta en el poeta sentimientos y deseos plenamente humanos. Con el "Canzoniere" aparece en la lírica la introspección amorosa y el análisis minucioso, rico en matices, de los sentimientos personales."
Antes de que Laura muriese, cuando el poeta se encontraba en el paroxismo de sus sentimientos hacia ella, él le presento de viva voz, acompañado musicalmente por un trío de bardos, los primeros versos de su poema. Ella lo desairó, tachándolo de suave y sensiblero. Esto, sin embargo, no desanimó al poeta, quien semana tras semana atravesaba Florencia de punta a punta hasta llegar a los pies del balcón de su amada, y una vez allí se ponía a entonar los sonetos de su obra, acompañado siempre de sus fieles bardos, quienes por unos florines rasgaban las cuerdas de sus mandolinas, golpeteaban el pandero y soplaban con vehemencia la gaita de siete colores.
A cada visita del poeta, a Laura se le crispaban cada vez más los nervios, pese a que trató de combatirlos con múltiples tisanas y remedios caseros. Con el paso del tiempo, su ansiedad se tornó enfermedad y, pocos meses después, murió. Algunos estudiosos le atribuyen a Petrarca la responsabilidad de la muerte de su amada, y así explican la intensidad del "Canzoniere". Otros, prefieren guardar sólo el recuerdo de aquello que el poeta le dio al mundo: la nueva lírica, con introspección amorosa, la serenata al pie del balcón y el acoso sexual musical.

martes, mayo 04, 2010

John Maeda via The universe will fly like a bird:

Amidst the attention given to the sciences as how they can lead to the cure of all diseases and daily problems of mankind, I believe that the biggest breakthrough will be the realization that the arts, which are conventionally considered ‘useless,’ will be recognized as the whole reason why we ever try to live longer or live more prosperously.

jueves, abril 15, 2010

Los gatos de la madrugada

No sabíamos si era un bebé o un gato.
Lo que fuese que estaba chillando de una forma tan aguda y punzante, además de tener tanto aire en sus pulmones como para alimentar a un grupo militar de gaiteros, debía estar sufriendo una inimaginable serie de tormentos. Cada grito era lanzado con furia y resentimiento hacia el mundo. Seguro que si hubiese tenido algún significado, habría sido ofensivo. Y como estaba cargado de tanta intensidad, llegamos a la conclusión de que no podía ser un bebé: nadie que haya vivido tan poco en este mundo puede gemir de esa manera.
Curiosamente, resultó que el causante de los chillidos no era un "él". Era una gata (aunque seguro hubo un "él" involucrado). En algún lugar escuché que los gatos, o mejor dicho las gatas, no disfrutan nada acerca de la copulación: sus compañeros les provocan tanto dolor que ellas gimen como si les quemaran las entrañas.
Bueno, ahora al menos sabemos que alguien en el edificio sí se entrega a los dictados de su especie. ¡Enhorabuena, tlatelolcas!
Este episodio de demostración pública de afecto no se ha limitado a aquella ocasión en que mi hermana y yo descubrimos que la marquesina de nuestro edificio es un hábitat ideal para los gatos ferales. Muchas noches del año nos han despertado los gritos de las gatas. Ahora, claro, se ven las consecuencias: anoche pudimos ver desde la ventana una camada de 4 0 5 gatitos jugando al equilibrista en las terrazas. Cuando corrimos la ventana para ver mejor, la gata madre volteó hacia arriba y se nos quedó mirando todo el tiempo que nosotros hicimos lo mismo con sus críos. Los chamacos iban y venían por la marquesina a placer, tirando algunos zarpazos inofensivos, o persiguiendo su propia sombra proyectada por los faroles de la calle. Al poco tiempo se aburrieron y se refugiaron en la oscuridad de los nichos del edificio. La madre los siguió, no sin antes dedicarnos una mirada de amenaza.
Esta novel familia de gatos no es, ni por asomo, lo más representativo de la felinidad de nuestro edificio.
Ojalá.
Hace un par de años, en plena madrugada, me disponía a salir del edificio con mucha prisa, pues se me hacía tarde para la escuela (en aquellos tiempos las clases se daban en la mañana). Cuando di vuelta al cubo del elevador, me topé con un concilio de gatos. Había cerca de 10 felinos, sentados cara a cara en disposición circular frente a la puerta principal del edificio. Algo se traían entre patas, porque al darse cuenta de mi presencia todos voltearon a verme y me dirigieron una mirada que decía: "¿Vas a quedarte viendo todo el día, niño, o vas a tener la inteligencia suficiente para largarte de nuestro lugar de reunión?" Con mis 20 años a cuestas, me habría sentido ofendido por el mote de "niño", pero, inquietantemente, no lo escuché. De hecho, no había escuchado nada ni siquiera antes de toparme con el concilio. Los gatos estaban simplemente ahí sentados, observándose los bigotes, jugando a ver quién parpadeaba primero. Por ello, creo que lo que más les molestó de mi presencia no fue la interrupción de su reunión, sino la ruptura del silencio causada por el "¡Buenos días!" que instintivamente salió de mi boca cuando crucé el portón. Sólo después reparé en lo extraño que resultaba saludar a un grupo de gatos... que no conocía personalmente.
Una magnífica adición al freak-show gatuno de mi edificio es el gato que no sabe maullar. La primera vez que lo escuchamos, mi hermana y yo pensamos que quien estaba haciendo ese sonido era uno de los dos. Pero nos vimos las caras, medimos nuestro talento de ventriloquia y descartamos definitivamente la idea. Lo que escuchábamos en el exterior era un maullido lastimero, demasiado armónico y elocuente. Sólo pudimos calificarlo como de fingido. El gato no sabía maullar e imitaba los sonidos que oía de los otros gatos. Tristemente, nadie le enseñó tampoco a ejercer sus dotes actorales. Maullidos mal actuados, que ni Félix ni Don Gato habrían de aprobar jamás.
Hasta ahora me he divertido mucho viendo a los gatos que habitan la madrugada de mi edificio, período que mis vecinos humanos no se han preocupado por llenar. Y me emociono al pensar en todo el entretenimiento que aún me tienen preparado. Por ello, siento que es un deber moral retribuirles algo de lo que me han dado. El siguiente veintitantos de marzo me uniré por primera vez al movimiento global y practicaré el día de "Cuéntale un chiste a un gato".
Aunque no se ría.

viernes, enero 08, 2010

La vida a sorbos: La conquista de la abundancia.

-Creo que la vida sólo se puede vivir a sorbos- me dijo de repente Jani.
-¿A sorbos?
En su mano sostenía un chocolate caliente, que expedía sabor y aroma en cada voluta de humo. Mientras trataba de entender su sentencia, eché una ojeada a la menguante espuma de mi menguante capuchino. En cierto modo, me pareció una frase tan profunda como una columna estratigráfica que llega hasta el cambriano: la puedes abarcar de un vistazo, pero no comprendes su importancia hasta que un paleontólogo te la explica. Si es que la tiene.
-Sí, mira. Siento que la vida, la realidad, es tan grande que sólo por pequeños instantes puedo percibirla por completo. Que hay tantas cosas que ver y oír, que son pocos los momentos en que puedes estar consciente de todo.
Ya comenzaba a descifrar sus palabras. Al mismo tiempo, me puse a observar a toda la gente que, como nosotros, tomaba café y platicaba en la cafetería. Traté de concentrarme menos en la gente y más en las personas. Primero, divisé a una pareja en la mesa más cercana a la entrada. Luego, a un grupo de amigos que conversaban animadamente, riendo y jugueteando, en la mesa contigua. Había también una familia entera, de padre, madre, hijos, tíos. Al lado, sentados en torno a un sujeto de chamarra negra y vaqueros oscuros, un grupo de niños casi adolescentes se esforzaban por poner atención en la plática gráficamente explicada por el sujeto del centro. A los clientes del fondo de mi fila de mesas, no pude verlos. Fui recorriendo con la mirada toda la fila hasta llegar a la mesa frente a la nuestra. En seguida, intenté recordar a las primeras personas que observara. Al mismo tiempo, traté de percibir en un solo segundo a todas las personas que había visto, de estar pendiente de cada movimiento suyo, de inferir sus emociones y actitudes, de integrar en un solo dato todos sus movimientos. Lo que ocurrió fue que me desconecté por algunos segundos de la conversación que sostenía con Jani. De inmediato traté de regresar a lo que ella me decía, y caí en cuenta de que había guardado silencio en espera de mi respuesta.
-Tienes razón -dije al fin-, tan solo el hecho de estar consciente de cada una de las personas aquí en el Jarocho, te sustrae de cualquier otra cosa. Vemos una gran cantidad de gente y sólo pensamos en una multitud. Tan fácil nos resulta que existe la palabra multitud para referirnos a una gran cantidad de personas. Y no sólo para referirnos a ellas, sino para pensarlas como una sola cosa y nos evitemos problemas de estar al pendiente de cada una.
-Pero no sólo es eso, Vic. Trata de percibir, junto a cada una de las personas, las gotas de agua que caen en los charcos del piso, los autos que pasan por la avenida allá afuera, las luces de los faroles y los semáforos. Luego, abre tus oídos y escucha la vastedad de sonidos que nos rodean. Es el golpeteo de las gotas de lluvia, es cada una de las conversaciones de la gente, es ese molesto y agudo pitido que viene de algún lado. Luego, trata de sentir el viento que te llega a la cara, o la vibración en la mesa que provoca el chico que se arremolina en la silla de aquí atrás, y que en su movimiento transmite esa vibración a tu café. ¿Lo sientes? ¿Sientes esa vibración? ¿Sientes todo eso?
Seguí sus instrucciones y traté de mantenerme al tanto de todo, todo, lo que estaba ocurriendo alrededor mío. Después de unos instantes, me di cuenta de que aunque tenía muchas cosas en la cabeza, ninguna de ellas era un pensamiento propio. Estaba poblada únicamente de sonidos y movimientos. Como si cada una de mis neuronas estuviera ocupada por el estímulo enviado por cada una de las moléculas del ambiente, y al agotarse los espacios, no tuvieran a quién enviar esa información. No había para dónde moverse. Había un embotellamiento en mi cerebro. O mejor aún, un incontenible torrente de información que inundaba todos mis pensamientos.
Tuve que parpadear con energía y fruncir el ceño enfáticamente para salir de aquel estupor. Volteé a ver a Jani, y volví a darle la razón, al tiempo que recordaba las palabras de un filósofo que identificó como una característica humana la "conquista de la abundancia"*. Mis pensamientos estaban tan aglomerado que no recordé su nombre. Pero me pareció que lo que Jani me había señalado tenía exactamente el mismo sentido que las palabras del filósofo.
-Por eso sólo lo puedo hacer un par de veces por día- me confesó Jani-. Sólo en cortos momentos puedo percibir la realidad tal como es.
-Entiendo-, dije yo, mientras volvía a mi capuchino. Acerqué el borde del vaso a mis labios abiertos. Lo incliné para que el líquido dentro de él se deslizara hasta mi boca.
Y lo bebí.
No con prisa.
Sino a sorbos.


P.D. *Es Feyerabend.

Blog de Evolución de la UNAM