No sabíamos si era un bebé o un gato.
Lo que fuese que estaba chillando de una forma tan aguda y punzante, además de tener tanto aire en sus pulmones como para alimentar a un grupo militar de gaiteros, debía estar sufriendo una inimaginable serie de tormentos. Cada grito era lanzado con furia y resentimiento hacia el mundo. Seguro que si hubiese tenido algún significado, habría sido ofensivo. Y como estaba cargado de tanta intensidad, llegamos a la conclusión de que no podía ser un bebé: nadie que haya vivido tan poco en este mundo puede gemir de esa manera.
Curiosamente, resultó que el causante de los chillidos no era un "él". Era una gata (aunque seguro hubo un "él" involucrado). En algún lugar escuché que los gatos, o mejor dicho las gatas, no disfrutan nada acerca de la copulación: sus compañeros les provocan tanto dolor que ellas gimen como si les quemaran las entrañas.
Bueno, ahora al menos sabemos que alguien en el edificio sí se entrega a los dictados de su especie. ¡Enhorabuena, tlatelolcas!
Este episodio de demostración pública de afecto no se ha limitado a aquella ocasión en que mi hermana y yo descubrimos que la marquesina de nuestro edificio es un hábitat ideal para los gatos ferales. Muchas noches del año nos han despertado los gritos de las gatas. Ahora, claro, se ven las consecuencias: anoche pudimos ver desde la ventana una camada de 4 0 5 gatitos jugando al equilibrista en las terrazas. Cuando corrimos la ventana para ver mejor, la gata madre volteó hacia arriba y se nos quedó mirando todo el tiempo que nosotros hicimos lo mismo con sus críos. Los chamacos iban y venían por la marquesina a placer, tirando algunos zarpazos inofensivos, o persiguiendo su propia sombra proyectada por los faroles de la calle. Al poco tiempo se aburrieron y se refugiaron en la oscuridad de los nichos del edificio. La madre los siguió, no sin antes dedicarnos una mirada de amenaza.
Esta novel familia de gatos no es, ni por asomo, lo más representativo de la felinidad de nuestro edificio.
Ojalá.
Hace un par de años, en plena madrugada, me disponía a salir del edificio con mucha prisa, pues se me hacía tarde para la escuela (en aquellos tiempos las clases se daban en la mañana). Cuando di vuelta al cubo del elevador, me topé con un concilio de gatos. Había cerca de 10 felinos, sentados cara a cara en disposición circular frente a la puerta principal del edificio. Algo se traían entre patas, porque al darse cuenta de mi presencia todos voltearon a verme y me dirigieron una mirada que decía: "¿Vas a quedarte viendo todo el día, niño, o vas a tener la inteligencia suficiente para largarte de nuestro lugar de reunión?" Con mis 20 años a cuestas, me habría sentido ofendido por el mote de "niño", pero, inquietantemente, no lo escuché. De hecho, no había escuchado nada ni siquiera antes de toparme con el concilio. Los gatos estaban simplemente ahí sentados, observándose los bigotes, jugando a ver quién parpadeaba primero. Por ello, creo que lo que más les molestó de mi presencia no fue la interrupción de su reunión, sino la ruptura del silencio causada por el "¡Buenos días!" que instintivamente salió de mi boca cuando crucé el portón. Sólo después reparé en lo extraño que resultaba saludar a un grupo de gatos... que no conocía personalmente.
Una magnífica adición al freak-show gatuno de mi edificio es el gato que no sabe maullar. La primera vez que lo escuchamos, mi hermana y yo pensamos que quien estaba haciendo ese sonido era uno de los dos. Pero nos vimos las caras, medimos nuestro talento de ventriloquia y descartamos definitivamente la idea. Lo que escuchábamos en el exterior era un maullido lastimero, demasiado armónico y elocuente. Sólo pudimos calificarlo como de fingido. El gato no sabía maullar e imitaba los sonidos que oía de los otros gatos. Tristemente, nadie le enseñó tampoco a ejercer sus dotes actorales. Maullidos mal actuados, que ni Félix ni Don Gato habrían de aprobar jamás.
Hasta ahora me he divertido mucho viendo a los gatos que habitan la madrugada de mi edificio, período que mis vecinos humanos no se han preocupado por llenar. Y me emociono al pensar en todo el entretenimiento que aún me tienen preparado. Por ello, siento que es un deber moral retribuirles algo de lo que me han dado. El siguiente veintitantos de marzo me uniré por primera vez al movimiento global y practicaré el día de "Cuéntale un chiste a un gato".
Aunque no se ría.
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2 comentarios:
Ja ja ja já, me encanta Vic vic, yo también le contaré un chiste a mi gato... cuando me perdone por no haber dejado que se comiera mi libro.
Un besote.
O puedes leerle ese libro para que no se quede con las ganas... Jejeje, saludos Eviux!
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