Resulta paradójico que a nosotros, los que estamos tan cerca de la vida y sus andares, nos cueste tanto trabajo asimilar la muerte. Uno pensaría que al haber comprendido que el cese de las funciones vitales es parte intrínseca de cualquier ciclo natural, estaríamos mejor preparados para encarar la muerte de un amigo. Sin embargo, no es así. Es incluso más duro.
Para quienes creen en un lugar a donde las almas van a parar después de la última exhalación, la partida de un ser querido se vuelve una partida temporal. Se aprende a extrañarlos con mesura, pues al final los volveremos a ver. Nada es definitivo. No se piensa en la nada, en el vacío.
En la ausencia infinita.
Y es por eso que el coquetear tan de cerca con el materialismo biológico tiene desventajas. Yo no sé de dónde salgan los veintiún gramos, pero sé que no son el alma. El cielo es el manto estrellado que cubre nuestras cabezas por las noches y que refleja la longitud de onda del azul en sus átomos de nitrógeno y oxígeno en el día, pero no es el descanso eterno. El centro de la Tierra hierve con roca derretida y fuegos insondables, pero no hay ni rastro de vida ni de almas ni de diablos con cola puntiaguda y patas de chivo. Cuando un corazón se congela, cuando una mente se apaga, no hay ningún espíritu que se fugue del cuerpo.
Lo que sí hay, en cambio, es materia y orden.
Lo que nosotros sabemos con dolorosa certeza es que cada uno de los átomos del cuerpo de mis amigos terminará por abandonarlos. Se unirá a las moléculas de la tierra que los gusanos se comerán, o al polvo grisáceo de sus cenizas, que circunnavegarán el mundo hasta caer al mar. Que pasados los eones, vagarán por el vacío del universo hasta formar parte de su propio reactor estelar que los regresará tal vez a la Tierra, tal vez a una roca de lágrimas distinta, donde un alienígena dotado de entendimiento, y por lo tanto de sufrimiento, estará también llorando la muerte de algún ser querido. Ése es el destino que le espera también a la materia de nuestros cuerpos.
Sin embargo, mis amigos no sólo eran átomos volátiles. Esa rara combinación transitoria de moléculas, llamada doblemente Carlos, era más que la suma de sus partículas. Si nos ponemos a contar, notaremos que conocemos múltiples personas con quizá el mismo número de células que ellos, pero que no son la mitad de divertidos de lo que ellos eran, la mitad de afables, locuaces, leales, alegres, sociables, cálidos, entrañables, sonrientes, afanosos, atractivos, vivarachos, pícaros, festivos, fiesteros, inquietos, viajeros. El mundo está poblado de multitudes que no están la mitad de vivas de lo que ellos estaban.
El arreglo temporal de sus moléculas daba como resultado cierto orden lleno de movimiento, que no se paraba a mirar atrás y que contagiaba de vivacidad a todo el que se le acercara. Ahora, un tenue reflejo de ese orden ronda nuestras cabezas. Los vemos moverse dentro de nuestros recuerdos de las fiestas, de las prácticas de campo, de los salones y los laboratorios. De las risas y los bailes. Mientras más los pensamos, más se cristalizan, más duraderos se vuelven. Podrá irse a viajar por el espacio la materia, pero sus recuerdos se quedarán con nosotros y eso suma más de la mitad de lo que ellos eran.
Para tener ese consuelo, no necesitamos pensar en ningún dios, en ningún diablo.
Hay, sin embargo, un desconsuelo con el que tendremos que aprender a vivir. No sólo nos gustaría que hubiera dioses para amainar la pena, sino también para exigirles explicaciones. ¿Por qué ellos? ¿Por qué así? ¿Por qué ahora? Lanzamos reclamos a las nubes y todo lo que obtenemos son amargas gotas de lluvia, que caen sobre nuestras ya húmedas mejillas.
Una vez más, creer en causas y efectos en lugar de en espíritus santos juega en nuestra contra. En el fondo sabemos que no encontraremos respuesta a nuestros porqués, por más que la demandemos en los templos o en los ministerios públicos. ¿Qué papel tenían los conductores del otro coche? Desdichados juguetes del destino. ¿Qué factor representaban la oscuridad, la hora, la fiesta, la velocidad? Poco más que canalizadores de lo impredecible. Del caos. Una mariposa mueve las alas en Tokyo, y mis amigos mueren en el DF.
Ojalá el azar tuviera una cara, para escupir en ella y maldecirla.
Pero no la tiene, porque el azar es cada movimiento de cada partícula de todo lo que se ha movido o se moverá en este mundo. Es lo más parecido a un dios, pero es más cruel que ningún demonio. Acecha en las esquinas, se agazapa en la oscuridad. Se acerca reptando a cada uno de nosotros y nos ha de alcanzar al final. Y por más que lo neguemos, lo sabemos. Y tenemos que aprender a vivir con ese desconsuelo.
Mientras tanto, la única manera de combatirlo es conservando vivo el orden que se guarda en el arreglo provisional de nuestras partículas vivas. Conservando el recuerdo de lo que nuestros amigos fueron. O mejor aún, hay que combatir al caos reptante tratando con todas nuestras fuerzas de multiplicar la imagen de Carlos y de Carlos, de reproducirla en cada historia, en cada baile, en cada canción. En humildes y sinceras palabras.
Si hemos de vivir con la funesta certeza de la ausencia infinita, al menos procuremos contagiarnos de lo que nuestros amigos nos dejaron, de lo que era imposible hacer desaparecer. Imitemos su alegría por vivir, su desenfado ante lo adverso. Bailemos en cada canción, riamos de cada broma. Reproduzcamos y divulguemos su forma de exprimir cada segundo de existencia.
Tras la muerte de nuestros amigos, heredemos su vida.
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2 comentarios:
Y justo en estos días terribles los he rapazado por mi mente sin querer y queriendo, entre sueños, entre pesadillas... No hay como decir ni sentir que todo sigue como si nada hubiera pasado. Todo me pesa un poco mas y un poco menos.
Chibras
Vic!!Que forma tan increíble tienes de expresar esa sensación!!! Cobremos pues, más vida...
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