Llegué un poco nervioso al laboratorio, cargando con los ejemplares en una mano y todo el equipo de disección en la otra. No había caído en cuenta de lo agitado que estaba hasta que traté de sacar la llave de la puerta del laboratorio de la caja de herramientas: todo mi cuerpo temblaba, y la búsqueda de la llave se tornó una tarea titánica. Para mi desgracia, mientras buscaba la llave se me ocurrió echarle un vistazo a los ejemplares, un par de animales. Me conmovió mucho encontrarles muy quietos en un rincón de la caja de confinamiento. Parecían dormidos, pero tenían los ojos muy abiertos. Estaban mirándome. Estuve a punto de decirles algo, pero recordé que no debía tomarles cariño. Eso sólo me iba a hacer sentir peor. Además, yo sabía bien que no podían entenderme.
Al fin, entré al laboratorio. Entre las mesas del fondo, mi tutor ya estaba colocando el equipo. Limpiaba los frascos y las charolas con mucho detenimiento. Siempre llegaba temprano, muy temprano; yo siempre creí que solía quedarse a dormir allí. Pensé que no había notado mi entrada hasta que me saludó con un gesto de la mano. Después de corresponder su saludo, mi tutor notó que estaba nervioso y trató de tranquilizarme. Según él, siempre es difícil la primera vez que uno hace disección. Yo estaba seguro de que nunca iba a acostumbrarme. Sin embargo, para eso estaba yo allí. Para eso había viajado tanto tiempo, así que traté de no pensar mucho en ello y me dispuse a empezar.
Coloqué la caja de confinamiento que contenía a los ejemplares sobre la mesa y el equipo de disección a su lado. Abrí el estuche del equipo y en cuanto los animales vieron lo que había adentro, comenzaron a moverse agitadamente dentro su caja. Hacían muchos sonidos extraños, y yo no pude más que quedarme observándolos. No sabíamos a ciencia cierta si eran de sexos diferentes, (para eso, entre otras cosas, íbamos a abrirlos), pero yo tenía la sospecha de que eran una pareja, pues en todo el viaje no dejaron de acurrucarse mutuamente, buscando alguna especie de resguardo. Siguieron emitiendo sonidos extraños por un rato, hasta que uno de ellos comenzó a embestir contra las paredes de la caja. Me quedó claro que quería escapar, y no pude evitar sentir lástima por él. Le pregunté a mi tutor si era necesario matarles y me dijo que podía no hacerlo si así lo prefería, pero que los animales iban a sufrir mucho más si los abríamos vivos. Su sarcasmo sólo logró mellar más en mi ánimo. Mientras el pequeño ejemplar continuaba lanzándose contra las paredes de la caja, le dirigí una mirada de desconsuelo a mi superior y le informé que esperaba sus instrucciones.
Con mucha seguridad, mi tutor removió la tapa de la caja de confinamiento con una mano y dirigió la otra hacia el ejemplar que embestía contra las paredes de la caja. No logró atraparlo al primer intento. El animal se movía sorprendentemente rápido y logró escabullirse de la mano de mi tutor en varias ocasiones. Al observar esto, el segundo animal comenzó a emitir chillidos agudísimos, que resonaban en todo el laboratorio. Al final, la experiencia de mi tutor se impuso sobre el instinto de supervivencia del ejemplar. Lo sostuvo firmemente con una mano y con la otra cerró la caja, ahogando así los chillidos del otro animal, que cada vez eran más fuertes. Mi tutor me indicó que observara bien como lo hacía, pero yo no dejaba de escuchar el eco de los chillidos del otro ejemplar. No pude concentrarme en seguir los pasos que se supone que debía aprender y cuando menos me di cuenta, el animal ya estaba muerto entre las manos de mi superior. Colgaba fláccidamente de sus dedos, y mi tutor aprovechó esa condición para mostrarme con libertad algunas de las características del pequeño animal. Me hizo notar que llevaban una especie de segunda piel, de la cual podían ser liberados fácilmente. Una vez expuestos, su sexo se hacía evidente. El ejemplar elegido era un macho, lo cual enseguida me hizo pensar que el de la caja era la hembra. Mi tutor me preguntó si ya me había dado cuenta de lo parecido que eran sus extremidades a las nuestras. Él, pese a su experiencia como investigador, seguía sorprendiéndose. Yo había recibido muchas lecciones ya sobre eso. Estaba preparado para verlo, así que no me pareció especialmente sorprendente. Lo que sí me asombró fue lo fácil que resultó quitarle la vida al pobre animal. Y aún así, no tuve mucho tiempo para asombrarme, pues mi turno para hacer lo propio con la hembra llegó enseguida. Los momentos temidos siempre tardan poco en llegar.
Respiré profundamente, y sabiendo que de mi aprovechamiento en aquella disección dependía mi estancia en el campo, me decidí a hacerlo bien, pese al conflicto que me provocaba. Sin mirar al animal a los ojos, abrí la caja de confinamiento y lancé mi mano contra ella. No opuso resistencia, lo cual le agradecí profundamente. En cambio, parecía como si estuviese dispuesta a aceptar su destino. Ya no estaba chillando, ya no temblaba; sólo escondía la cabeza entre las manos y se agitaba de vez en cuando. En cuanto la alcé del suelo de la caja, la hembra levantó la cabeza y me miró a los ojos. Me di cuenta de que sabía, no sé cómo diablos, que yo iba a matarla. Le hablé. Le dije que me perdonara, que era por el bien de la ciencia, que su muerte nos iba a ayudar a entenderlos y que quizá eso, con el tiempo, nos permitiría ayudarlos a vivir mejor. Noté en sus ojos incredulidad, así que mejor me callé. Esto me hizo pensar mucho. ¿Cómo puede un animal saber que va a morir? Y lo que es peor, ¿qué tiene que pasar por su mente para que decida aceptar su destino de muerte? En ese momento no pude entenderlo; la iluminación me llegaría algún tiempo después.
Juntando todo el valor que me quedaba, tomé el cuello de la hembra con mi mano libre y sujeté su cuerpo entero con la otra. Traté de recordar cómo lo había hecho mi tutor, pero no le había puesto la suficiente atención. Me recriminé ese hecho; lo que menos quería era hacerla sufrir. Recé para elegir el método adecuado. Jalé su cabeza en una dirección y su cuerpo en la dirección opuesta. Desafortunadamente, no había sujetado su cabeza con la firmeza suficiente y se me escurrió entre los dedos al primer jalón. Ahí ella comenzó a chillar. Ya no eran sonidos de miedo, eran de dolor. Supe que la había lastimado, y por poco decidí claudicar. Sin embargo, ya había ido demasiado lejos y era mi deber terminar. (¿Qué más podía hacer? ¿Liberarla con el cuello roto?). Volví a sujetar su cabeza, mas esta vez hice demasiada presión sobre su cuerpo, y enseguida sentí como sus líquidos internos mojaban mi mano. Me sentí como un criminal. Sus pequeñas manecitas empujaban mis dedos tratando de liberar su cabeza. Con una tristeza abrumadora, jalé con fuerza en direcciones opuestas y escuché un leve tronido. De inmediato sentí como todo su cuerpo se relajaba. Debo decir que eso me trajo un gran alivio. Coloqué su cuerpo sobre la charola junto a su compañero. Me limpié los ojos y las manos con un paño y miré a mi tutor. Él me devolvió la mirada con un gesto de afirmación. No lo había hecho muy bien, pero lo había hecho. Ya sólo restaba diseccionarlos.
No hay nada dentro de ellos que se parezca a algo nuestro. Sólo el exterior es similar, y esto me lo hizo notar mi tutor repetidamente a lo largo de la disección. Aquella semejanza exterior mezclada con la gran diferencia interior no es un hecho tan raro si se le mira bien. A final de cuentas, somos de ambientes muy distintos, pero somos muy parecidos en nuestros comportamientos. Ambos vivimos en sociedades muy complejas. Apenas estamos empezando a comprender la suya. Y aunque nos parezcamos tanto en eso, las diferencias sí que son significativas. Empezando por nuestro tamaño varias veces mayor, puedo enumerar las diferencias relevantes casi por cientos. Pese a todo, hubo algo en ellos, especialmente en aquella hembra, que no me permitió descansar por mucho, mucho tiempo.
En el viaje de regreso, mientras miraba las estrellas desde mi camarote, me prometí algo: aunque volviera a su planeta, nunca volvería a diseccionar seres humanos. Aquellos ojos tan diabólicamente expresivos me siguen persiguiendo hasta hoy. Si algún día alguien me pregunta qué es lo más interesante en la comparación entre los seres humanos y nosotros, no hablaré de nuestra mutua inteligencia desarrollada ni de nuestras extremidades casi idénticas, sino de la sencillez con la cual pudimos comunicarnos con sólo mirarnos a los ojos. Aquella hembra sabía que yo iba a matarla. Y sólo después de mucho pensarlo entendí porque no se resistió: aquella humana ya había hecho con otros animales lo mismo que yo hice con ella. Estoy seguro de que nos vio como a una especie de cobradores. Por la manera en que me miró, pude saber que se sentía culpable y que quería pagar su deuda. Lo que en realidad hice ese día en el laboratorio fue matar a un igual. Diseccioné a un científico. Le analicé parte por parte. Y ahora, la pregunta que verdaderamente me inquieta es: ¿algún día vendrá alguien a diseccionarme a mí?
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