En algún momento de los pasados meses, a un inquilino cualquiera se le olvidó cerrar la llave de paso, un tipo de llave de la cual yo no tenía noticia de su existencia hasta que por su maravillosa idea de quedarse abierta mientras nadie ocupaba el departamento de arriba causó la inundación más grande que un hogar de dos recámaras haya visto, con filtraciones hacia los departamentos de abajo, tan lejanos como cuatro pisos hacia el fondo, y tan inocentes como alguien que recibe por broma una cubetada de agua al abrir la puerta de su oficina.
Pero no sólo se culpa a la llave de paso; también se culpa a la altísima presión del edificio que, preocupada por abastecer tantos departamentos y tan superiores, quiebra a la menor provocación los tubos de aluminio barato que conducen el agua hacia las llaves del lavabo del baño. Rompe los tubos y hace que el agua brote por la fisura como en un dique de presa que se agrieta. El chorro azota contra el suelo del baño, sin que ningún desagüe pueda controlarlo, y poco a poco va convirtiendo el piso del baño, de la recámara principal, de la recámara pequeña, de la sala-comedor y del recibidor en un parque acuático en miniatura. Sólo que sin toboganes ni risas de niños.
Sin muebles que humedecer, en un departamento totalmente vacío, la alberca se aburre. Pronto comienza a sublimarse con el afán de conquistar los vidrios de las ventanas. Pero al fin descubre su verdadera vocación: trasminarse. Luego de dos horas de fluir a borbotones desde un tubo roto, si yo fuera agua también me trasminaría. ¿Quién puede culparla?
Aunque eso no pondría muy contentos a mis papás, como no los puso contentos que, en efecto, el agua del parque de diversiones del piso de arriba llegara sin avisar, como pariente indeseado, a instalarse en su propio piso con intenciones de fundar una franquicia de parque temático. Pero qué gana uno con enojarse. Al final, sólo hay que hacerle ver al invitado que no es bienvenido, y pronto terminará por partir él solito. Y también es buena idea averiguar por qué abandonó su casa en primer lugar. Y nada mejor para eso que observando de primera mano.
Comunicación a gritos entre los vecinos, excursiones relámpago a los pisos de arriba, corroboraciones con la administradora y el conserje del edificio, todo para confirmar que el agua no era agente del mal, sino que sólo busca alguien que la comprendiera y la quisiera. Si el vecino de arriba, negligente, la abandona a su propia suerte, ¿qué le queda sino buscar compañías mas gratas?
En algún momento de la noche, a algún vecino se le ocurrió que el conserje cerrara la llave de paso general, un tipo de llave de la cual yo no tenía noticia de su existencia hasta que por su maravillosa idea de quedarse cerrada impidió que el Acuamundo del piso de arriba siguiera creciendo. Ahora bien, la llave de la puerta del departamento de arriba, hogar de líquida diversión, es un tipo de llave de la cual yo sí tenía idea de su existencia, pero al conocer su paradero preferí no haberlo sabido. ¿Por qué una llave de puerta vive con su dueño en Acapulco si la cerradura que abre está a cuatro horas de distancia? Es un misterio que quizá jamás se resuelva. En vez de sentarnos a reflexionar sobre ése y otros grandes misterios de la vida en condominio, los vecinos bajo Tepetongo preferimos salir a buscar a un profesional más prágmatico, que resolviera los misterios de las llaves y las cerraduras como Alejandro resolvió el nudo gordiano. Lástima que a media noche sólo los gatos son pardos, y todas las cerrajerías están cerradas. Y mientras yo y mi vecino de enfrente regresábamos derrotados a seguir lidiando con la conversión de nuestros departamentos en grutas de escorrentía, mis padres intentaban hacer amainar la lluvia interna en su departamento, que les humedecía corazones y pisos de parquet, que les abombaba el techo y lo hacía parecer cutis de adolescente, con granos reventándose incluidos, que encontraba formas de fluir más inconspicuas que una vulgar gotera, colándose entre las grietas internas de los muros y surgiendo inesperadamente y en cualquier lugar de su superficie en forma de un llanto más convincente que los de las novelas del dos.
Lo único que nos detuvo de tirar abajo la puerta de Acuamundo no fue el temor a una demanda por allanamiento, sino el recordar que todas las puertas de Tlatelolco están reforzadas con vigas de acero. En vista de la escasez de opciones, hicimos de tripas corazón y comenzamos a buscar más trapos, más recipientes, más cubetas y más ánimos, que a las dos de la mañana ya comenzaban a escasear.
Lo que, en cambio, no comenzó a escasear a esas horas fueron las goteras y los escurrimientos. Cada media hora descubríamos una nueva, que avisaba de su (mal)venida formando charquitos en el interior del techo en forma de media esfera. Luego de cuatro o cinco charquitos, uno reventaba y liberaba la presión de los demás; pero no podías confiarte de ellos. A la media hora, cualquiera de los otros podía reventar. Así, esquivando las gotas para después interceptarlas en vasos de plástico y topers poco usados, tuvimos que remover de su sitio la vitrina del comedor (aún más), las macetas de la esquina de la sala (cuya visita por las goteras se me ocurrió era una buena idea para regarlas, pero luego de observar incrédulo que las gotas salpican al tocar el suelo, no quise imaginarme lo manchado que habrían dejado los sillones de haber salpicado con un poquito de tierra macetera), el librerote del pasillo (repito, librerote), los cuadros de cuatro paredes, la televisión de pantalla plana empotrada en la pared (fue la primera en caer), el tocador de mi mamá y las el trío de mesitas del recibidor.
Lo malo de tener libreros demasiado altos es que no te das cuenta cuando las goteras están rellenando tus libros, veacheses y devedés con agua color marrón. Luego de un arduo proceso de deducción, concluímos que el escurrimiento bajo dichos libreros no podía sólo surgir de la pared, de modo que actuamos lo más intrépidamente posible para salvar la colección audiovisual que alojaban. No fue demasiado tarde, pero tampoco demasiado temprano, y de ello pueden dar cuenta Mozart, Russell Crowe, el tiranosaurio de Jurassic park, Fats Domino y Compay Segundo, cuyos rostros quedaron deformados por la temible combinación de agua y tinta. Luego del rescate de la colección, tuve hambre. Y sueño. Y ya todo es borroso ahora.
Sólo sé que 12 horas después, 12 horas llenas de jergas exprimidas con manos callosas, de innumerables levantadas y agachadas al suelo, de interminables maldiciones para el vecino de arriba, de esperanzas renovadas cuando veíamos que una gotera cedía, que luego eran rotas cuando veíamos aparecer una nueva en el otro extremo del departamento, luego de 12 horas cuya mitad pasó entre pestañeos, resbalones e idas y venidas, al fin el cerrajero de planta del edificio abrió el departamento culpable de tantas desgracias líquidas.
Entramos, y era justo como lo habíamos soñado. Puertas de nogal, acabados de lujo, charcos de cinco centímetros en la sala y las recámaras, humedad que supuraba por las paredes, todos los servicios, tuberías rotas. ¡Ajá! Al ver el estado del lugar, más de cuatro manos vecinas se unieron para levantar el agua del piso. Pero luego de tanto tiempo, el daño ya estaba hecho. Las filtraciones, originadas desde el quinto piso, habían llegado hasta el primero. Nuestras paredes habían sangrado toda la noche, y ahora estaban mudando de piel.
¿Cuánto tarda en secarse el concreto? ¿Cuánto tarda si absorbió agua cual esponja en el fondo del mar? ¿Cuánto tarda si al pegar el oído al muro y darle ligeros golpecitos se escucha el retumbar del líquido como en una panza que acaba de tomar mucha cerveza? Lo sabremos en unos días.
Mientras tanto, me he dado cuenta de que las paredes sangrantes son mucho más terroríficas si eres tú quien tiene que paliar su sangrado; especialmente si eres tú (o tus padres) quienes tienen que pagar el tratamiento.
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