Camino.
Camino hasta que la noche se me viene encima como una cuenta vencida sin pagar. Camino hasta que parece que la parada de autobús es el mejor recuerdo al cual asirme. No conozco ninguna de las calles, todos sus nombres me suenan ajenos, ofensivos.
Cruzo unas cuantas calles en una soledad inmensa, y llegó a la siguiente parada del camión. Hay gente esperándolo, mirando hacia la avenida con la misma seguridad que se tiene al decir que el sol saldrá mañana. Su inquebrantable certeza me atrae como insecto a la luz. Ellos dicen, ¿cómo no tener razón? ¿Cómo no va a pasar el autobús? Esta certidumbre inexplicable que nos ata a la parada se multiplica por dos, por tres, por cinco y moverá las montañas necesarias para hacer que un camión pase. Me siento obligado a decirles que no es cierto, que todo sobre lo que han fundado su nocturna fe es una mentira, pero súbitamente les temo. ¿Quién se enfrentaría solo a tanta convicción religiosa?
Dejo atrás la secta de autobusistas y vuelvo a dirigirme avenida abajo. En esta oscuro transitar, apenas roto por aventuradas farolas, me pongo a imaginar lo fácil que resultaría desentenderse de la humanidad y arrebatar todo rastro de dignidad a un semejante. Me dan escalofríos, mas no cambio el rumbo ni la meta. Dos calles abajo, poco a poco pero cada vez más angustiantemente, cual fecha de entrega, se aproxima un hombre. Voluminosa chaqueta de los Cowboys, pantalones de mezclilla desgastados, las manos en los bolsillos, gorro negro tejido; todos los músculos de mi cuerpo se tensan al dar el siguiente paso.
Especulo. Este hombre no es más que otro viajero perdido. Me tranquilizo. Pero bien podría ser un viajero que ha perdido el rumbo en la vida, y que decidiera dedicarse a la manera más fácil de hacerse de lo que no le es propio. Contemplo la posibilidad y me horrorizo. Aunque claro, quizás sólo se acerque a mí a preguntarme una dirección que lo guie de regreso a una vida de rectitud y honradez, pero quizá para ello no necesite de mis palabras sino de mis órganos internos, o peor aún, los externos, así que mi corazón no envidia a mis pulgares y se pone a latir con desparpajo. El hombre se acerca inexorablemente y cada una de mis hipótesis es rechazada. Me pasa por un lado como quien le pasa por un lado a un árbol sólo ligeramente más notorio que todo el fondo, se acerca a un portón y lo abre tranquilamente. Me avergüenzo de no haber sido ni siquiera una posibilidad peligrosa para él. Quizás sea esta cara de simplón, o quizá sea este paso de quien no sabe bien a bien a donde se dirige ni cuando ha de llegar.
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