lunes, julio 25, 2011

Te pusiste a correr

Anochecí con un fuerte deseo de correr. No era un deseo surgido de un impulso estético-egocéntrico ni tampoco un imperativo de prescripción médico. Simplemente tenía ganas. Lo cual ya es mucho decir.

De modo que saqué mis tenis de su caja anti-Gerundio, me puse mis pants de siempre, me enganché mi mp3 a la cintura, llamé al perro y bajé. Como era tarde y no tenía ganas de quemarme los ojos buscando a un perro negro en la oscuridad, me dirigí a la muy bien iluminada minipista de tierra detrás de mi edificio. Le di una breve ojeada al panorama. Y me puse a correr.

Vuelta 1. No fue tan difícil como pensé que sería reanimar mis cuadriceps. Por lo menos no me dolieron a los tres pasos. Los gemelos fueron los que empezaron a dar problemas. Ellos y el tobillo. Pero bastó una llamada de atención a los tres para que se les bajara el ánimo rebelde. Zancada a zancada, comencé a tomar ritmo. Se escucha "Home" de Edward Sharpe and the Magnetic Zeros.

Vuelta 2. El problema de correr es que te enfrentas a ti mismo. No sólo en el sentido de tratar de mejorar tus tiempos, esforzándote por rebasar el fantasma de tu vuelta anterior, como en mario-kart, sino también en el sentido de que te quedas completamente a solas. ¿Con quién vas a hablar sino contigo? Tienes todo el tiempo de la pista para contarte las novedades, comentarlas, señalarte inconsistencias, comparar tus puntos de vista, disentir, alzarte la voz, enfadarte, dejarte de hablar una vuelta, reconciliarte, volver a los mismos temas pero ahora desde el enfoque opuesto. Yo lo veo como un problema porque corres el riesgo de conocerte.

Vuelta 3. Mientras en los audífonos suena "Por los besos que me das" de Burguitos, me pongo a pensar en el cuento de ciencia para niños que nunca acabé. Trataba sobre unos gemelos separados al nacer que se reencontraban a los 10 años. Uno se sentía un ñoño debilucho, usaba lentes y brackets, sufría por los bullys de su escuela, prefería leer que hacer amigos (me pregunto en quién me inspiraría) y no podía salir de su vórtice de nerdez porque todos le decían que, como su papá era así, lo tenía en los genes. Entonces conocía a su gemelo, quien resultaba ser el más popular de su escuela, inteligente e ingenioso, galante con las mujeres, tierno con los niños, implacable con los malvados, en fin... La moraleja estaba apuntada, claro está, contra el determinismo genético. Aunque nunca me gustó del todo el argumento y quizá por eso lo abandoné. En esas estaba, cuando una piedra suelta me hizo tropezar y casi me caigo, pero recobré el equilibrio a tiempo y seguí trotando.

Vuelta 4. Llegan a la placita los amigos de Gerundio y éste se entretiene y deja de seguirme el paso. Como la pista serpentea entre los árboles alrededor de la placita, dejo que juegue un poco. De todos modos, de repente le da por recordar lo que estaba haciendo y se echa a correr a toda velocidad para alcanzarme. Es una costumbre suya. A mí me divierte mucho porque me recuerda a las melosas escenas de las películas de perros y dueños en las que el perro y el dueño corren en cámara lenta a reencontrarse el uno con el otro después de no verse por meses, sólo que con Gerundio el reencuentro nunca sucede porque a un metro de mí da un quiebre digno de perro de caza y cambia de dirección hacia un arbusto que no había olido, restos de comida tirada en el suelo u otro perro, que probablemente tenga más temas de conversación que yo. Así que ya no me hago ilusiones con que será estrella de cine. Como sea, me sigue y eso ya es ganancia.

Vuelta 5. Apoyo la suela del tenis, que levanta un poco de agua en los charquitos que se reparten a lo largo de toda la pista, luego levanto el talón que jala consigo el resto del pie, hasta que sólo queda la punta del dedo pulgar en el suelo, pero al final ésta también levita y se desplaza unos centímetros hacia adelante, dejando atrás la pierna contigua, y sólo entonces vuelvo a apoyar la suela del tenis. Repito y enjuago.

Vuelta 6. Me sorprende descubrir que se corre muy bien con salsa.

Vuelta 7. Claro, era inevitable. Llegaron las tribulaciones. Ingenuo de mí pensar que podía huir de ellas corriendo. Otro día las contaré...

Vuelta 8. ¿Y si el segundo gemelo resultara ser, además de todo, un bully? ¿Qué tipo de lección sobre el determinismo enseñaría eso? El primer gemelo pensaría que no es inevitable ser un ñoño, pero tendría que preguntarse si quiere ser un bully. Se vería ante la decisión de ser como le gusta ser, entendiendo que lo es porque quiere y no porque no lo puede evitar, o ser de otra forma que no le gusta sólo para demostrarse que puede. No me convence de todos modos. ¿Qué tenían las historias que me gustaban de niño? Por supuesto, le faltan dinosaurios en naves espaciales.

Vuelta 9. He logrado mantener este ritmo un buen rato ya y no sé cómo me hace sentir eso. Ya los audífonos se me resbalan del oído por el sudor y la cadena de Gerundio que llevo en los hombros está empezando a calarme. Me empieza a doler un costado. Debí haber esperado más después de comer para empezar a correr. Unos... tres días. Decido que será mi penúltima vuelta. La última la haré al doble de velocidad, sólo porque sí. Llamo a Gerundio para que no me pierda de vista y se de cuenta de lo chido que soy y me felicite al final.

Vuelta 10. Corro, corro, corro porque cuando tu cerebro está ocupado tratando de seguir el exigente ritmo de tu corazón no puedes pensar en lo que te desasosiega, y tus pulmones te reclaman más aire y abres la boca para una inhalación de emergencia y pierdes el aliento y no puedes chiflarle al perro sin que suene entrecortado, como suenan entrecortados esos pensamientos que quieres alejar al correr, correr, correr por la pista de tierra que pasa por atrás de tu edificio y serpentea entre los árboles y te parece nueva porque nunca la habías usado, y esperas que también el mundo te parezca nuevo y maravilloso cuando acabe tu carrera gracias a las endorfinas o algún otro neurotransmisor milagroso que invada tu materia gris y le quite una pizca de gris al sabor que tienes en la boca desde hace varios días y que no sabías como alejar hasta que aceptaste que, te guste o no, la extenuación física es una extraordinaria manera de dejar de pensar claramente y de difuminar esas imágenes que en nada te ayudan, de modo que sacaste tus tenis de su caja, te pusiste tus pants de siempre, llamaste al perro, te enganchaste el mp3, le diste una breve ojeada al panorama y te pusiste a correr.

lunes, junio 27, 2011

Contra el caos reptante

Resulta paradójico que a nosotros, los que estamos tan cerca de la vida y sus andares, nos cueste tanto trabajo asimilar la muerte. Uno pensaría que al haber comprendido que el cese de las funciones vitales es parte intrínseca de cualquier ciclo natural, estaríamos mejor preparados para encarar la muerte de un amigo. Sin embargo, no es así. Es incluso más duro.

Para quienes creen en un lugar a donde las almas van a parar después de la última exhalación, la partida de un ser querido se vuelve una partida temporal. Se aprende a extrañarlos con mesura, pues al final los volveremos a ver. Nada es definitivo. No se piensa en la nada, en el vacío.

En la ausencia infinita.

Y es por eso que el coquetear tan de cerca con el materialismo biológico tiene desventajas. Yo no sé de dónde salgan los veintiún gramos, pero sé que no son el alma. El cielo es el manto estrellado que cubre nuestras cabezas por las noches y que refleja la longitud de onda del azul en sus átomos de nitrógeno y oxígeno en el día, pero no es el descanso eterno. El centro de la Tierra hierve con roca derretida y fuegos insondables, pero no hay ni rastro de vida ni de almas ni de diablos con cola puntiaguda y patas de chivo. Cuando un corazón se congela, cuando una mente se apaga, no hay ningún espíritu que se fugue del cuerpo.

Lo que sí hay, en cambio, es materia y orden.

Lo que nosotros sabemos con dolorosa certeza es que cada uno de los átomos del cuerpo de mis amigos terminará por abandonarlos. Se unirá a las moléculas de la tierra que los gusanos se comerán, o al polvo grisáceo de sus cenizas, que circunnavegarán el mundo hasta caer al mar. Que pasados los eones, vagarán por el vacío del universo hasta formar parte de su propio reactor estelar que los regresará tal vez a la Tierra, tal vez a una roca de lágrimas distinta, donde un alienígena dotado de entendimiento, y por lo tanto de sufrimiento, estará también llorando la muerte de algún ser querido. Ése es el destino que le espera también a la materia de nuestros cuerpos.

Sin embargo, mis amigos no sólo eran átomos volátiles. Esa rara combinación transitoria de moléculas, llamada doblemente Carlos, era más que la suma de sus partículas. Si nos ponemos a contar, notaremos que conocemos múltiples personas con quizá el mismo número de células que ellos, pero que no son la mitad de divertidos de lo que ellos eran, la mitad de afables, locuaces, leales, alegres, sociables, cálidos, entrañables, sonrientes, afanosos, atractivos, vivarachos, pícaros, festivos, fiesteros, inquietos, viajeros. El mundo está poblado de multitudes que no están la mitad de vivas de lo que ellos estaban.

El arreglo temporal de sus moléculas daba como resultado cierto orden lleno de movimiento, que no se paraba a mirar atrás y que contagiaba de vivacidad a todo el que se le acercara. Ahora, un tenue reflejo de ese orden ronda nuestras cabezas. Los vemos moverse dentro de nuestros recuerdos de las fiestas, de las prácticas de campo, de los salones y los laboratorios. De las risas y los bailes. Mientras más los pensamos, más se cristalizan, más duraderos se vuelven. Podrá irse a viajar por el espacio la materia, pero sus recuerdos se quedarán con nosotros y eso suma más de la mitad de lo que ellos eran.

Para tener ese consuelo, no necesitamos pensar en ningún dios, en ningún diablo.

Hay, sin embargo, un desconsuelo con el que tendremos que aprender a vivir. No sólo nos gustaría que hubiera dioses para amainar la pena, sino también para exigirles explicaciones. ¿Por qué ellos? ¿Por qué así? ¿Por qué ahora? Lanzamos reclamos a las nubes y todo lo que obtenemos son amargas gotas de lluvia, que caen sobre nuestras ya húmedas mejillas.

Una vez más, creer en causas y efectos en lugar de en espíritus santos juega en nuestra contra. En el fondo sabemos que no encontraremos respuesta a nuestros porqués, por más que la demandemos en los templos o en los ministerios públicos. ¿Qué papel tenían los conductores del otro coche? Desdichados juguetes del destino. ¿Qué factor representaban la oscuridad, la hora, la fiesta, la velocidad? Poco más que canalizadores de lo impredecible. Del caos. Una mariposa mueve las alas en Tokyo, y mis amigos mueren en el DF.

Ojalá el azar tuviera una cara, para escupir en ella y maldecirla.

Pero no la tiene, porque el azar es cada movimiento de cada partícula de todo lo que se ha movido o se moverá en este mundo. Es lo más parecido a un dios, pero es más cruel que ningún demonio. Acecha en las esquinas, se agazapa en la oscuridad. Se acerca reptando a cada uno de nosotros y nos ha de alcanzar al final. Y por más que lo neguemos, lo sabemos. Y tenemos que aprender a vivir con ese desconsuelo.

Mientras tanto, la única manera de combatirlo es conservando vivo el orden que se guarda en el arreglo provisional de nuestras partículas vivas. Conservando el recuerdo de lo que nuestros amigos fueron. O mejor aún, hay que combatir al caos reptante tratando con todas nuestras fuerzas de multiplicar la imagen de Carlos y de Carlos, de reproducirla en cada historia, en cada baile, en cada canción. En humildes y sinceras palabras.

Si hemos de vivir con la funesta certeza de la ausencia infinita, al menos procuremos contagiarnos de lo que nuestros amigos nos dejaron, de lo que era imposible hacer desaparecer. Imitemos su alegría por vivir, su desenfado ante lo adverso. Bailemos en cada canción, riamos de cada broma. Reproduzcamos y divulguemos su forma de exprimir cada segundo de existencia.

Tras la muerte de nuestros amigos, heredemos su vida.

viernes, febrero 04, 2011

Mi perro se llama Gerundio


Es negro, con una pequeña pechera blanca y un collar rojo. No tiene ni rastros de raza a no ser que sus orejas de murciélago lo acerquen a la familia quiróptera, pero no lo creo porque no chocaría de frente con tantas cosas ni se tropezaría cada ocho escalones.

¡Oh, Gerundio!
Llegaaaste
a nuestras vidas
mordiendooo...


Y muerdes fuerte, ingrato pérfido. Recuerda quién te sacó de la calle y te dio un hogar y huesos.
Cuando yo era niño, una vez me metí en unos arbustos con espinas con las manos por delante. Ahora tengo más rasguños y heridas que entonces. Igual me quejo poco porque puedo decir que me las hice peleando con una fiera salvaje. Y no mentiría.
Tan grande es su obsesión voraz, que no puede hacer muchos amigos: la única forma en que sabe expresar su cariño es lastimándolos. Como dos puercoespines que se abrazan. Sólo que Gerundio es un puercoespín por ambos lados y ojalá preguntara antes de abrazar.
Se topó una vez con una mariposa vieja. Se quedó absorto unos minutos en su aleteo, mas en un instante le dejó ir los dientes encima. La tiró al suelo y le dio zarpazos torpes para pedirle que siguiera jugando. Al ver que no se movía, la liberó de la presión de sus patas y la mariposa echó a volar lastimeramente, sólo para ser cazada por Gerundio por segunda, tercera y cuarta vez, hasta que al final no quedaba de ella más que pedazos sueltos de alas multicolor y patas segmentadas. Y Gerundio seguía pidiéndole que jugara.

Pobre Gerundio, siempre destruyes lo que amas.

Que en tu caso es cercano a decir que lastimas a quien te ama.

Cuando llegó, no medía más que mi zapato izquierdo. Tenía una panza inflada que representaba un 50% de su masa total, digamos; panza que no lo dejaba caminar sin balancearse. Luego de excretar minigerundios que lo superaban en longitud por varios días, al fin tomó una forma más perruna. Además, crecía a diario, y ya no pude usar mi zapato izquierdo para medirlo porque lo había mordido; entonces lo puse contra el canto de la puerta del clóset y marqué por primera vez su altura. Semanas y mordidas después, al pensar en el caos que sería repetir la faena, preferí fotografiarlo con escala.Si me preguntaran qué es lo que me gusta de Gerundio, probablemente diría que su carácter absoluto como perro y como verbo. Luego agregaría sus ojos avellanados que rivalizan con cualquier voluntad de no darle de tu comida, los extraños bufogruñironroladridos que emite, sus orejas que crecen disparejas y su tenaz empecinamiento en obligar a todo perro, persona o artrópodo a jugar con él. Espero que nadie me lo pregunte para no tener que quedar como un cursi.
Gerundio llegó, como dice su nombre, cambiando nuestras vidas. Confío en que cuando crezca no dejará de ser el perroide que es, para que siga cambiándolas por mucho tiempo.
Gerundio como cambio, como absoluto y como perro.
Sigue siendo.

Blog de Evolución de la UNAM