domingo, junio 28, 2009

Son las once y el camión no pasa. (I)

Son las once.
Tengo ganas de llegar a casa.
Son las once y el camión no pasa.
La fría brisa de junio no hace más que intensificar mi desazón. ¿Qué pasaría si el camión nunca pasara? ¿Debo cambiar de plan y decidirme por el metro? Trato de discernir de entre las luces de los autos las redondas e inconfundibles luces del camión. Todas se parecen.

Son las once y diez y espero.
El vagabundo dormido en la parada de autobús, que al principio fue tan buen repelente para los esperas cansados, ya no me parece ahora tan mal compañero de banco. Quizá hasta nos hagamos amigos.
-Qué tal, ¿cómo le va?
-Aquí, esperando.
-Sí, ¿verdad?.
-Sí.
-¿Y usted hace cuánto que espera?
-Ya me parecen horas.
-Yo llevo aquí tres días.
-Oh.
Suerte que no se despierta cuando me siento.

Son las once y veinte y espero.
Los viajantes sésiles que ahora aguardan junto conmigo ya comienzo a tomarles cariño. Me siento compañero de gremio, colega de sufrimiento. Podríamos tener reuniones semanales para contarnos cuántas cosas nos hemos perdido de la vida esperando los camiones. Ya puedo ver las bandejas de galletas con forma de autobús y las cafeteras que rápidamente se vaciarían por que no tendríamos nada más que decirnos.

Son las once y media y espero.
Hasta ahora han pasado cuatro autobuses, ninguno se ha detenido, ninguno llevaba gente, ninguno parecía querer ser autobús. Con los últimos dos cambié de dedo para hacerles la parada.
Luego, se acercan desde la distancia las redondas e inconfundibles luces del camión. Poco a poco van tomando su lugar en la defensa delantera. De entre el caos de luces que es la avenida, emerge poco a poco, como si tuviéramos todo el tiempo del rumbo, la figura favorita de todos los que esperan. Es un camión y está deteniéndose frente a nosotros. Abre sus puertas en el gesto más provocativo de la noche y comienza a ser abordado. Al fin.
-No llego hasta la terminal. Sólo hasta X.
¿Dónde compro pases vitalicios para el metro, mierda?

miércoles, junio 03, 2009

Nuestra fruta se descompone.

Paso por la sala de mi casa y huele a podrido. Cada una de las células de mi epitelio olfativo me maldice. Me acerco. Son las naranjas. Y las guayabas. Y las peras. Y las... Dios, ¿qué era esto?

La fruta se está pudriendo.

La hemos dejado así, abandonada, sin cuidado, sin voltear a verla, sin dedicarle cuidados o atenciones. Poco a poco fue perdiendo su dulzura, su sabor, su aroma, su pasión frutal. Lo pensamos inevitable. Creímos que era lo normal. Supusimos que a todos les pasaba. Sólo nos dimos cuenta de que se estaba descomponiendo hasta que fue demasiado tarde. Ahora, ¿cómo arreglarlo?

Podríamos hacer mermelada. Podríamos. Pero no será igual. No conservará el mismo sabor. Y no conseguimos nuestra fruta en un principio para hacerla mermelada. ¿Eso es lo que merecemos?
¿Merecemos perdernos para siempre de su fragancia natural sólo porque nos detuvimos a contemplarla por demasiado tiempo? En su momento disfrutamos contemplarla. Sus colores son hermosos. Nos regodeamos en sus contrastes, en sus texturas. Y dejamos pasar demasiado tiempo perdiéndonos en su semblante. No supimos que podíamos probarla. Eso. Nunca supimos que la fruta era para comerse. Ahora, está podrida.

Tú y yo, ¿queremos salvar nuestra fruta?

Blog de Evolución de la UNAM