sábado, julio 10, 2010

Las paredes sangran (I)

Llegaba yo de un tortuoso viaje en metro, lento hasta sus límites más inhumanos por causa de esta inesperada lluvia de verano, cuando me topé con que en el cubo de las escaleras de mi
edificio chorreaban cantidades insanas de agua. Me dije, ah, caray, ¿a poco ha estado tan fuerte la lluvia?, mientras subía por la escalera con mucho tiento, cuidando de que mis zapatos no fueran a perder fricción por la corriente que bajaba los escalones. Esquivaba con pequeños saltos y quiebres elviescos de cadera los chorros sorpresivos de agua que descendían desde los bordes del rellano superior.

Empecé a calcular. Una cantidad tan incontrolable de agua sólo podía haberse colado al edificio a través de un boquete en el techo más grande que el financiero del año pasado. Qué raro, me dije. Cuando llegué al tercer piso, la señora del departamento de enfrente barría los charcos de agua acumulados en su lado de la entrada, empujándolos hacia el borde de los escalones. ¿Esto es por la lluvia?, pregunté. Ya se inundó tu casa, Rogelio. La voz de mi vecino de enfrente, nieto de la señora que barría, me vino como si uno de los chorros me cayera justo entre la espalda y la camisa. Volteé a verlo con aprensión, las palabras contenidas. Luego, se echó a reír. ¡¿Cómo crees?!, se carcajeaba, Hubieras visto tu cara. Yo no atiné más que a hacer un chasquido con la boca. ¿Ya se enteraron?, le preguntó su abuela. Sí, es uno de los departamentos de arriba. Han de haber dejado una llave abierta o algo. ¿Entonces sí es una fuga?, pregunté, incrédulo. Debe de estar terrible...

Entré a mi departamento un poco consternado. Encontré a mi hermana viendo televisión en la sala.

¿No se ha metido agua a la casa?

No, creo que no.

Bueno, voy arriba a ver cómo están mis papás.

Bueno.

Volví a salir al rellano de las escaleras. La señora de enfrente seguía barriendo el agua hacia las escaleras. Las cascadas seguían bajando desparpajadamente. Sólo una vez, días después, vi tanta agua derramada a causa de las lluvias, cuando un niño de unos cuatro años se cayó de su triciclo por un resbalón que dio en un charco, y lloró lo que me pareció el tiempo suficiente para regar enteras las Islas de de CU; lástima que no lo suficiente para que yo no lamentara dejar de haberlo subido a Youtube.

Subí los peldaños de dos en dos. Encontré la puerta del departamento de mis papás abierta de par en par. La vitrina de la sala estaba fuera de lugar, en un ángulo de 45 grados repecto a la pared donde antes se recargaba. Mi mamá iba y venía de la cocina con trapos, jergas, escoba y trapeador. Estaba muy apurada. Casi no volteó a verme cuando entré. ¿Se metió el agua hasta acá, ma? No, lo peor es la recámara, me contestó apresurada. Quién sabe de dónde se está metiendo.

Changos, es demasiado para tres días, pensé. Dos días antes había subido a su departamento para encontrarme una escena similar, la vitrina movida y todo. Alguna mala instalación de la tubería del lavabo de la cocina --de la cual me confieso en mucha parte culpable-- había provocado un encharcamiento en el piso de la cocina, que también amenazaba con colarse hasta el tuétano de las maderitas que conforman el piso de parquet de todo lo que no es la cocina (o el baño). Esa vez mi mamá también se movía apresuradamente entre la cocina y la sala. Mi papá tenía la cabeza metida debajo del lavabo, y maldecía de vez en cuando.

Esta vez, claro, yo esperaba encontrar una escena similar, pero no había rastros de mi padre en la cocina. Así que me colé hasta el fondo del departamento, murmurando qués y cómos en respuesta a la afirmación de mi mamá. Al llegar a la recámara, no vi a mi papá de inmediato. Luego de unos segundos, lo encontré en la misma posición que hacía dos días, pero esta vez al lado de la cama. Extrañado, traté de confirmarme que en las recámaras comúnmente no se instalan lavaderos, a menos que uno sea una especie de sha cuyos hábitos de higiene le impiden tocar las perillas para salir de su cuarto a lavarse las manos luego de una sesión de discusión de problemas de estado con todas sus concubinas. Esos deben usar lavabos de mármol, claro, con una de las llaves de los grifos en forma de grifo y la otra en forma de león marino. Me pregunté cuántas cosas habían cambiado en la casa de mis papás desde la última vez. No podía ser mucho, recordé, si la última vez había sido ese día en la mañana.

Después de todo, por supuesto, no hubo lavabo en la recámara. Mi papá estaba agachado entre palanganas a medio llenar de agua gris y trapos húmedos extendidos en el suelo. Frotaba una jerga en el suelo justo donde se une con la pared de la puerta. Me le quede viendo, tratando de descifrar lo que habría pasado. Di una rápida ojeada a su clóset, otra a la pared frente a mí y otra a la pared de la ventana. Pero no se veía nada raro.

¿De dónde está saliendo el agua?, aventuré.

Eso me gustaría saber. Creo que de aquí.

Me volteé para ver mejor la pared de la puerta. Desde el techo escurrían delgados caminos de agua, que sólo eran visibles al reflejarse la luz en ellos. Mi papá trataba de capturar el agua escurrida dentro de los trapos. Luego los exprimía en las palanganas. Me llevé una mano a la cabeza, algo que hago cuando no sé qué hacer o qué pensar. Hice una mueca de consternación y duda al mismo tiempo.

Las paredes lloran, pensé.

Uy, y encima, es la pared de la tele.

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